Una de las mejores cosas de haber sobornado a un genio de la lámpara para que me ajustara el gusto por el fútbol al mínimo es que he dejado de sufrir por cuestiones que hacen que al forofo medio se le lleven los demonios. Así, relativizo las derrotas del que, pese a todo, siempre será el club de mis amores y, por ir a lo que nos ocupa en el momento actual, no vivo como agonía la circunstancia altamente probable de que venga un equipo de talonario gordo a llevarse a la gran estrella de mi club. Ojo, que no digo que no me importe y, menos aun, que no quiera que ese diamante del que ustedes ya saben que estoy hablando se quede para siempre en la entidad en que ha explotado como jugador. Lo que ocurre es que, aparte de que vine al mundo con un escepticismo talla XXL de serie, he renovado el denei las suficientes veces como para tener claro cómo acaban nueve de cada diez historias como la que estos días hace correr ríos de bits y saliva (tinta, cada vez menos, qué pena) en los mentideros mediáticos deportivos y más todavía en terrazas o grupos de guasap. ¿Será esta la excepción?
Pues ojalá, pero si no lo es, mejor que ahorremos mala sangre. Yo solo pido que, si el desenlace es el cambio de aires, se haga por derecho y con toda transparencia, lejos de ciertos precedentes que muchos recordarán. A partir de ahí, lo de Chavela con letra de José Alfredo, ojalá que le vaya bonito. Y a quien tenga la tentación de encabritarse le recomiendo –si es que sirve para algo– que recuerde cuántas veces los papeles han estado cambiados y la chequera gorda ha sido la de estos lares. Es la ley de la vida, que es también la del fútbol. Algunos de nuestros equipos lo llevan con muchísima más naturalidad porque, por desgracia para ellos, lo viven cada año en varias ocasiones. Ahí está el glorioso Alavés, que ha perdido de una tacada a los cuatro integrantes de su zaga titular de la pasada temporada. En todo caso, ocurra lo que ocurra, ya pasará.