Menuda tarde-noche la de aquel día, domingo, 23 de julio de 2023, hoy hace exactamente un año. A las ocho, recién cerradas las urnas de las elecciones generales, todas las encuestas previas auguraban el vuelco. La suma de escaños de PP y Vox superaban con cierta holgura la mayoría absoluta en los vaticinios demoscópicos, en línea con lo que se venía anunciando desde que, dos meses atrás, Pedro Sánchez convocara los comicios tras la debacle socialista en las autonómicas y municipales. A esa hora, parecía cerrarse definitivamente el ciclo que se había iniciado cinco años atrás con la moción de censura que, contra todo pronóstico, sacó a Rajoy de La Moncloa. Una derecha eufórica se disponía a celebrar la reconquista del poder.

Pero era demasiado pronto. En cuanto comenzaron a llegar los primeros datos oficiales, basados en mesas donde se había terminado el escrutinio, las sonrisas diestras empezaron a congelarse. Algo no cuadraba. Los escaños atribuidos al PP se quedaban lejos de los pronósticos iniciales. Ni siquiera añadiendo los de Vox se llegaba a la cifra mágica de 176. Al principio, se confiaba en una de esas situaciones extrañas de los recuentos; quizá habían empezado por feudos de la izquierda. Pero nada, de eso, conforme avanzaban los porcentajes de votos ya contados, se certificaba que la victoria de Alberto Núñez Feijóo, con 137 asientos, era insuficiente para gobernar. A cambio, los 121 del PSOE se antojaban una buena base para reeditar la mayoría plurinacional que, a trancas y barrancas había servido a Sánchez para completar un lustro como presidente del Gobierno. Esta vez se antojaba más complicado, pues Junts había subido el precio de su apoyo: solicitaban nada menos que la promulgación de una ley de amnistía para los represaliados por el procés. Hasta entonces, los socialistas se habían opuesto con uñas y dientes a la medida de gracia, pero, como dijo Sánchez, había que hacer de la necesidad virtud. Y se hizo.