por primera vez en 48 años, madre de dos criaturas de siete años y medio, he ido a un salón de belleza a pintarme las uñas de los pies. No es que no me las haya pintado nunca, que podría ser el caso, pero siempre lo he hecho en casa, modo principiante. Jamás se me ha dado bien esta práctica, las cosas como son. Y, aunque me he afanado en contar con todo el instrumental necesario, siempre acabo con los dedos llenos de esmalte y, en consecuencia, con la necesidad de retirarlo con un bastoncillo y el líquido apropiado, utensilios y productos que, por supuesto, también tengo en mi neceser. Las uñas de los pies pintadas de colores alegres siempre me han parecido sinónimo de verano, sandalias y piel morena. Yo miraba con envidia en el tranvía, la playa, o el vestuario de la piscina a quienes tenían esa manicura perfecta, incluso adornada con florecillas, mariposas o palmeras, y me decía a mí misma que algún día pediría cita, algún día luciría mis caireles coloridos e impecables. Así que, la última vez que estuve en el súper, ya con un frasco de esmalte en la mano y dispuesta a no renunciar a mi alegría pinrélica aunque fuera casera, me dije, “venga, es tu momento, deja ese bote y ve a por todas”. Y así lo hice, la semana pasada, en un lugar donde, durante 45 minutos, me sentaron en un sillón comodísimo y me trataron como la reina que soy en mi intimidad. Qué maravilla, qué relajo, hasta me dejaron una paleta de colores interminable entre la que elegir. Debí de parecerles un poco extraterrestre, porque yo no dejaba de sonreír y dar las gracias durante toda la operación, tan en las nubes que me sentía. Creo que tengo suerte de ser de buen conformar, como dice mi madre. Pero lo que de verdad creo después de vivir esta maravillosa experiencia es que debería buscar mas ratitos como éste para mí y sólo para mí. Vale que no es fácil. Pero he descubierto que es posible.