Explicar a nuestras hijas lo que rodea a unas elecciones es complicado. Si lo es a veces para las adultas, entenderlo en su caso se convierte en un lío monumental. Ellas todavía dividen el mundo entre buenos y malos, bendita simplicidad, y eso convierte el reto en mucho más interesante. Yo no he podido evitar decepcionarme tras los resultados del pasado domingo, pese a que, desde hace tiempo ya, todo indicaba que Europa, en general, no tiene mucha querencia por circular por la izquierda. En realidad, tampoco le culpo. Al menos en este país, la izquierda fue engullida por su propio circo y siempre planea sobre ella la sensación de inestabilidad, aprovechada convenientemente por la derecha. Sin embargo, me sigue sorprendiendo estar donde estamos, cuando no ha pasado ni un siglo desde que las dictaduras sembraron el terror en el viejo continente y en nuestra propia historia particular. Cuando mis hijas me preguntan sobre mi decepción, me resulta difícil explicarles mi sorpresa por el asalto (con tres eurodiputados nada menos) al parlamento europeo de un tipo Made in Spain con un puñado de firmas y sin programa, cuyo único triunfo consiste en bañarse en el fango de las redes sociales; por el éxito europeo de la ultraderecha en un país tan transgresor como Francia; por el auge de esa ultraderecha entre la población más joven y, sobre todo, masculina; por dejarnos llevar, en definitiva, de ese individualismo que ya nos está pasando factura. No sé cómo explicarles todo esto sin que me sangren las tripas, quizá su futuro sea mejor de lo que yo creo. Ellas me siguen preguntando por los buenos y los malos. A veces, caigo en el tópico de pensar que recogemos lo sembrado. Luego, cuando veo que una política tiene la responsabilidad de apartarse ante su fracaso para dejar sitio a otras que lo hagan mejor, creo que hay esperanza. Otras veces, me dan ganas de hacer la maleta.