Si todo va como parece y finalmente la lógica se impone, algo que nunca hay que dar por hecho viendo cómo funcionan las cosas últimamente, la investidura de Sánchez verá la luz en los próximos días. Otra cosa es cuánto vaya a durar la legislatura. Y es que para aprobar cada ley y cada presupuesto va a ser necesario el concurso de todas las fuerzas políticas; pero eso llegará, si llega, más adelante, tampoco vamos a precipitarnos. Todavía queda mucho trabajo. Y es que lograr tantos apoyos y tan distintos exige una intensa labor que a menudo trasciende la coordinación y roza, por momentos, el equilibrismo. Un ejercicio que, con toda seguridad, dejará más de un rasguño a la mayoría de quienes tengan que hacerlo. Porque acordar, por definición, exige moverse de la posición de partida y requiere ceder, muchas veces a ciegas, en beneficio de quien no ha hecho el más mínimo esfuerzo por demostrar que lo merece. Ahí la principal fuente de rasguños, si no de alguna herida más profunda. Pero los acuerdos, que en ningún caso deben ser un fin en sí mismo de la política, son una de las herramientas más útiles para alcanzar objetivos superiores. Y este es uno de esos casos donde existe un objetivo superior. Es tan superior que no hace falta ni siquiera explicar cuál es.
Y es que a la política hay que llegar repleto de valores y principios, que son fundamentales e imprescindibles –de hecho, lo más sensato es desconfiar de quien haga el más mínimo alarde de carecer de ellos–. Pero la política, al menos la responsable, la que resuelve problemas y busca soluciones, consiste no tanto en imaginar escenarios ideales sino en gestionar todo tipo de realidades. Y la realidad rara vez coincide completamente con los intereses de cada uno, por mucho que alguno tenga la jeta de intentar convencer a los demás de que siempre está alineada con los suyos.