Fue a partir del nacimiento de Podemos en 2014 cuando empezamos a familiarizarnos con el término populismo. Recuerdo que, durante un tiempo, impulsados por algunos medios de comunicación, tratamos de encontrar una definición para este término y hubo una que se impuso claramente a las demás. Era aquella que decía que populismo es buscar soluciones sencillas a problemas complejos. Con el tiempo me he dado cuenta de que esa definición no es del todo cierta. Básicamente, porque parte de una premisa equivocada: y es pensar que los populistas buscan soluciones, aunque sean sencillas, a los problemas de la gente. Y nada más lejos de la realidad, porque la base del populismo es el problema, y si este se soluciona, no hay río revuelto en el que poder pescar. Así que debemos buscar otra definición, y aquí va la mía: populista es quien tiene un culpable para cada problema. Quien fija un “enemigo común” en quien canalizar el descontento y a quien se pretende hacer pagar las frustraciones sociales. Para Podemos, al menos para el de sus inicios, ese enemigo fue la casta; para la extrema derecha, los inmigrantes; para la izquierda en general, suelen ser los empresarios, y para la izquierda abertzale, ese enemigo es –oh sorpresa– el PNV.

Hay quien piensa que para combatir el populismo no hay nada mejor que los datos. Que dato mata relato. Y, desde un punto de vista ético, no hay duda de que es así. Pero en el debate público, un debate marcado por las emociones y en el que el malestar o el enfado pueden alejarnos de argumentos racionales, los datos tienen poco que hacer. Porque a quien cree que todo está mal, no lo vas a convencer de lo sumamente complicado que es conseguir que las cosas estén mejor; pero sí puedes hacerle ver que pueden estar peor. Pero la mejor forma de desmontar el populismo es el tiempo, exactamente el que tardan en llegar al gobierno, desde donde son capaces de destruirse ellos solitos y en tiempo récord. Esperemos que no nos demos cuenta demasiado tarde.