No tengo palabras para describir la desazón y la desesperanza que siento con las noticias que llegan de Oriente Medio. Cuando los conflictos se enquistan y se pudren, se hace cada vez más complicado salir de ellos. Lo sabemos –también– por estos lares. Y eso que, afortunadamente, nunca llegamos a las magnitudes de Oriente Medio. Señal de que es un conflicto enquistado y podrido es que ya estamos en plena espiral de venganzas. Y en esa situación las consecuencias las paga la sociedad civil, que debería estar sólidamente protegida.
Como activista de derechos humanos me repugnan las violaciones y conculcaciones de los mismos, y ello con absoluta independencia del sexo, raza, color, lengua, religión, opiniones políticas u otras, origen nacional o social, fortuna, nacimiento o cualquier otra situación, tanto de víctimas como de perpetradores. Sin excepciones. Y en un conflicto en que vemos que perpetradores varios obran con frialdad y cálculo, creo que quienes condenamos esas conductas debemos ser igual de fríos y calculadores, aunque pueda parecer contradictorio, en nuestra defensa de aquello que supuestamente nos distingue como seres humanos. Me refiero a la defensa de la empatía, que hemos intentado estructurar en forma de derechos humanos. Si nos dejamos llevar por sentimientos más primarios, seguiremos siendo parte del problema y no de la solución. Y no hablo de ser neutral. Hablo de no tolerar ninguna violación de derechos humanos, la perpetre quien la perpetre. Eso no es ni neutralidad, ni equidistancia. Es apostar a favor del derecho internacional.
En primer lugar creo que debemos quitarnos la venda de los ojos en determinados aspectos. La realidad no es en blanco y negro. No todos los palestinos son de Hamás, ni de ninguna otra de las facciones contendientes que han surgido en esa situación, con el apoyo de intereses ajenos, como los iraníes o rusos (que, por cierto, ni unos ni otros son árabes). Tampoco todos los palestinos son musulmanes. Los hay cristianos por ejemplo. Y sufren las mismas discriminaciones que los demás. Y la inmensa mayoría de los palestinos no tienen culpa alguna de lo que está ocurriendo. Bastante tienen con sobrevivir el día a día y aguantar la discriminación y la presión a la que la mayor parte de ellos están sometidos. Igual error sería pensar que todos los judíos son israelíes –los hay de casi todas las nacionalidades– ni tampoco todos los israelíes son sionistas. Y los apoyos exteriores de sionistas tampoco son todos ni israelíes ni judíos. El establishment occidental prácticamente entero se alinea con el Estado de Israel.
Estamos, por tanto, ante un choque de placas tectónicas geopolíticas.
También sería un error pensar que todos los israelíes son contrarios al respeto de los derechos humanos. Las recientes movilizaciones en su país contra las medidas atentatorias contra la separación de poderes son prueba de ello. Y también son muchos los que discrepan de la política seguida por su estado relativa a los palestinos. El periódico Haaretz ha publicado un artículo de opinión demoledor contra la política seguida por el Estado de Israel contra los palestinos, firmado por Gideon Levy. La sociedad israelí no es precisamente monolítica. Eso sí, cuando se siente amenazada, lógicamente, aparca y aplaza –que no anula– estas cuestiones y se une. Es una reacción lógica y natural, pero que también es parte del problema. Problema que se remonta a la primera iniciativa de la ONU que establecía que el camino era la coexistencia en el territorio de un Estado de Israel y de un Estado árabe, que siempre se ha aplicado para Israel pero dejando de lado a Palestina.
También es parte del problema la desesperación de los palestinos. Esa desesperación tiene una explicación, tiene una causa. No es de generación espontánea. Es fruto de una política deliberada de discriminación, y de un abandono efectivo de la comunidad internacional. A lo largo de la historia reciente han visto como las Naciones Unidas han apostado claramente por la existencia de dos estados, uno palestino y otro israelí, y cómo tras unas primeras puestas en marcha prometedoras, su estado se ha quedado precisamente en una promesa incumplida más. La mayoría de ellos no ve a ese estado –no creado en la práctica– como una bandera de enganche ni un símbolo patriotero al que adherirse porque sí, sino como un medio para mejorar sus condiciones de vida y poder gozar de unos derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales de los que carecen. La Franja de Gaza es minúscula, de unos 36 kilómetros de largo por unos 10 de ancho, bloqueada por completo, y en ella ha sido concentrada una población de entre uno y dos millones de palestinos, cerca de la mitad de los cuales son menores. Ese hacinamiento extremo y el cerco israelí generan unas condiciones infrahumanas de vida y toda una situación de apartheid que es un crimen internacional. Lo dice todo un Relator Especial de la ONU, no yo.
Vemos también cómo se nos describen a las víctimas israelíes incluso con nombres y apellidos, y cómo las víctimas palestinas, con contadísimas excepciones, sólo son cifras y guarismos.
Una persona nada sospechosa de extremismos, como el democristiano Giulio Andreotti, en un discurso ante el senado italiano en julio de 2006, dijo que cualquiera de nosotros sería terrorista si estuviéramos en un campo de concentración sin perspectivas que dar a nuestros hijos. ¿Creen ustedes de veras que Andreotti justificaba el terrorismo? Yo creo que no. Creo que lo que hacía era explicar uno de los factores que lo pueden generar. Y explicar no es justificar. Si no se percibe la diferencia, también se es parte del problema y no de la solución. Y Ami Ayalon, ex jefe del servicio secreto interior israelí, también ha sido muy claro: “En Israel tendremos seguridad cuando los palestinos tengan esperanza. Les prometieron paz y tuvieron más asentamientos, más colonos, más violencia, más puestos militares”.
No ser parte del problema sino de la solución. Está claro. ¿Cuál puede ser esa solución? Se sabe hace mucho tiempo. Desde 1947, tras el final del antiguo mandato británico sobre Palestina, la ONU siempre ha defendido la coexistencia en el territorio de un Estado de Israel y de un Estado árabe. Y lo ha hecho sin medias tintas, estipulando que “dos Estados, Israel y Palestina, vivan uno junto al otro dentro de fronteras seguras y reconocidas”. Hay israelíes y palestinos que aún creen que esta sería la solución. Pero ha de ser de aplicación real y efectiva: ambos pueblos han de tener estados reales, de los de verdad. Y la impunidad no puede ser la base de todo ello.
Es cada vez más necesario reforzar mecanismos como la Corte Penal Internacional, ya creados y en pie, pero aun manifiestamente imperfectos. Ha de tener jurisdicción universal. No pueden quedar impunes ni los ametrallamientos de civiles en un festival por la paz desde parapentes, ni tampoco el bombardeo de civiles con material militar de última generación. Me llamarán utópico en el mejor de los casos. Me da igual porque esa sería otra reacción apasionada, y parte del problema. Creo que la solución, por donde puede venir, es por el frío cálculo racional, buscando empatía en forma de defensa de derechos humanos. La Corte Penal Internacional y mecanismos similares, donde han funcionado, han contribuido a restablecer la paz y un mayor acatamiento de esos derechos.
¿Se han percatado cómo han pasado directamente a segundo plano, cuando no al olvido, los derechos de las mujeres en Irán y en Afganistán, el éxodo o limpieza étnica en Nagorno-Karabaj e incluso, aunque en menor medida, la guerra en Ucrania? ¿Alguien se acuerda a estas alturas de los rohingyas? El próximo 10 de diciembre es el 75º aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Siempre se ha dicho que el derecho es lo contrario a la Ley de la Selva. A todas y todos nos compete exigir –digo bien “exigir”– a nuestros representantes políticos que apliquen y hagan aplicar el derecho internacional de los derechos humanos. Tenemos canales para ello. La disyuntiva en esta ocasión es muy clara. O derecho, o barbarie. Y Oriente Medio nos lo muestra a la cara, ahora. Si no nos concienciamos más en una cultura de exigir el cumplimiento de derechos, la actual crisis pasará también al olvido. Y luego habrá otras más. El desacato al derecho internacional y la impunidad son el caldo de cultivo de conculcaciones de derechos humanos.
Activista de Derechos Humanos