Para cuando, en la madrugada del sábado, el primer cohete de Hamás partió de Gaza en dirección al kibutz más próximo, la cifra de palestinos abatidos por el ejército o la policía israelí desde el 1 de enero de este año en los territorios ocupados ascendía ya a 269, mujeres y niños incluidos. Sin embargo, no hemos visto a ningún gobernante de por aquí demasiado preocupado por este hecho. Las bajas judías, mientras, no pasaban de las dos docenas. Lo que viene ocurriendo desde este fin de semana en este pequeño territorio, no más grande que Baztan pero en el que viven más de dos millones de personas, rompe con una dinámica en la que unos ponían los muertos –el 90% de ellos, si se quiere– mientras la comunidad internacional miraba hacia otro lado. Solo cuando durante unas horas el horror ha cambiado de bando han empezado a indignarse los gobiernos occidentales. Únicamente un ser sin alma se alegraría con la bárbara cacería de pacíficos participantes en un festival de música y, en general, con las espantosas imágenes de civiles asesinados que nos han mostrado las cámaras estos días. Pero, sin hablar ya de una Cisjordania sistemáticamente triturada, los gazatíes llevaban 16 años sufriendo un asedio israelí que ha producido ya decenas de miles de víctimas entre ellos. Por supuesto, los ataques de estos días en poco van a ayudar a mejorar la situación de una población al límite, aunque eso ya lo sabían los dirigentes de Hamás cuando, en busca de no sé qué ventaja estratégica en el tablero árabe, se embarcaron en esta delirante ofensiva. Si Gaza era ya un lugar difícilmente habitable, la venganza israelí lo va a convertir en un puro infierno. Visto desde fuera, desconsuela la incapacidad de ambas partes del conflicto, israelíes y palestinos, para elegir a unos dirigentes que ni siquiera se planteen llegar a una salida pacífica a este conflicto que ya dura casi 80 años.