A finales de 2021, Arnaldo Otegi aprovechó los 10 años de la desaparición de ETA para dirigirse a las víctimas y reconocer genéricamente que el de ETA fue “un sufrimiento que nunca debió haberse producido”. Un avance claro que sin embargo recordaba un comunicado de ETA tras su disolución (“nada de lo ocurrido debió producirse jamás”). Pero decir que nunca debió haberse producido no es lo mismo que “nunca debimos infligirlo y pedimos perdón a las víctimas”. Otegi habla siempre en primera persona del plural sin encarar sus responsabilidades personales por el dolor causado. Por ejemplo, a la familia de Luis Abaitua con su participación probada en el secuestro de este empresario.

Si hemos pasado de no legitimar las elecciones generales para no ser cómplices del Sistema opresor a sostener al gobierno de España; de ser la extrema izquierda a bordear la social-democracia; y a creer en las vías democráticas renunciando a “albanizar Euskadi”, no parece demasiado pedir el perdón a las víctimas del terrorismo apoyado durante décadas.

Lo cierto es que utilizar la palabra “perdón” no se lleva en política. Tampoco a nivel institucional, con los GAL y otros grupos terroristas que, al parecer, han sido amortizados. Me refiero a perdonar y aceptar el perdón como una fortaleza radicalmente humana que insufla esperanza aun sin tener como protagonistas a líderes carismáticos. Recordemos uno de estos casos ejemplares de la actitud de perdón cuyas bondades hemos olvidado pronto a pesar de la Vía Nanclares. Me refiero a María Fida, la hija de Aldo Moro, un político influyente que fue primer ministro de Italia en dos ocasiones. Ojalá que recordando su historia recuperemos el valor del perdón también en política.

Cuando ella tenía poco más de 30 años, miembros de las Brigadas Rojas, una organización internacionalista que mantuvo contactos con ETA (El País, 4-11-1983), mataron a Aldo Moro después de 55 días de secuestro. La vida de María Fida cambió de nuevo en 1983 cuando Adriana Faranda se puso en contacto con ella para pedirle perdón, como miembro que era del comando que había asesinado a su padre. Cuando Italia descubrió que la hija mayor de Aldo Moro visitaba en la cárcel a quien había asesinado a su padre, muchos la insultaron, “pero también les perdoné”, afirma la hija de Moro. También tuvo que soportar descalificaciones en su propia familia.

María Fida dio un paso al frente porque estaba convencida del valor del perdón para recuperar la convivencia civil. Es cuando decide trabajar como voluntaria en las cárceles donde estaban terroristas. Varios internos pidieron verle, y ella accedió. Y allí conoce a Faranda y a su compañero Valerio Morucci, del mismo comando que asesinó a su padre. Adriana tomó la iniciativa de pedir perdón a la hija de su víctima y ambos le pidieron que acudiese a visitarles. Aquellos encuentros, con las rejas de por medio, dio paso a una amistad que ha ayudado a otros condenados a pedir perdón y a otras víctimas a concederlo.

Más adelante, la Justicia italiana pidió opinión a Maria Fida, como hija del asesinado, a la hora de excarcelar algunos miembros de las Brigadas Rojas dando ella un dictamen favorable. La amistad entre ambas mujeres tuvo que superar desacuerdos, como el de mayo de 2006, cuando la exbrigadista pidió igualdad de oportunidades para los terroristas y los familiares de las víctimas. La hija del primer ministro asesinado le respondió en carta abierta: “Tú tienes el derecho a tener una vida normal, pero también a nosotros nos gustaría disfrutarla. Tú has cumplido una pena de 16 años y yo llevo cumplida una de 28 años. Tú has salido de la cárcel y has terminado. Nosotros seguimos en la cárcel del dolor de la pérdida”. Cuando Faranda leyó esta respuesta, volvió a pedirle perdón. Pasado el tiempo, víctima y victimaria presentaron juntas sendos libros con las experiencias de sus encuentros en la cárcel.

La sanación de perdón que experimentó Adriana Faranda, le llevó a vender lo que le quedaba de la herencia de sus padres, y repartirlo entre familiares de damnificados por actos terroristas. Lo hizo sin ruido, a través de un sacerdote, para no forzar a sus víctimas a aceptar su perdón sincero.

Memoria y perdón no son ni olvido ni echarse las culpas. Se trata de aceptar el pasado inmutable, convivir y prepararse para que no vuelva a ocurrir desde la responsabilidad asumida y la restauración del daño con una actitud regenerada. ¿Existe mejor reinserción que esta? Las víctimas y victimarios que han dado el paso del perdón marcan el modelo a seguir también en política, que todavía queda tela por cortar. Por algo será que es difícil ofender de nuevo a quien perdona siempre…

Analista