Nada, que no hay manera. Ni los cheques bebé, ni la gratuidad de las escuelas infantiles están surtiendo efecto. El año pasado vinieron al mundo en Euskadi poco más de 13.600 recién nacidas. Un dato que no dice mucho a palo seco, pero que a mí me dejó ojiplática comparándolo con el año de mi quinta, en el que nacimos 41.000 personitas en la comunidad. Qué gran año, por cierto. La cosa es que el panorama está crudísimo. Y las instituciones no parecen encontrar la solución, empeñadas en ofrecer dinero en vez de conciliación. Nuestro sistema productivo es tan demandante que no encaja bien la llegada de seres totalmente dependientes. Intenta poner medios para que estas criaturitas se queden cuanto antes en manos de otras personas que no sean sus progenitoras. Pero, lo que funcionó durante un tiempo e hizo caer en la trampa a muchas familias (esto es, prometerles bienestar económico a cambio de que procrearan pero manteniéndoles encadenadas al trabajo), ya no cuela. Las jóvenes no pueden emanciparse. No hay trabajo digno. Las adultas que quieren tener hijas, lo aplazan fiándolo a un futuro mejor que nunca llega y que, si lo hace, te convierte por edad más en abuela que en madre. El coste económico que supone mantener una criatura ronda los 800 euros mensuales, según Save The Children. Y la debacle emocional y logística tampoco compensa. Porque, en otros casos, el cuidado de la individualidad está tan por encima de todo que no hay hueco para tener en cuenta a nadie más. Yo siempre quise tener hijas. Eso no me convierte en mejor persona. Tampoco las he tenido para que me hagan mejor o arreglen la mierda de mundo que les estamos dejando. Ahora Sánchez nos propone llevarlas también al cole en verano para que podamos seguir trabajando. Ay Pedro… Si mis hijas se enterasen de vuestro esfuerzo político y empresarial por librarnos de ellas, se volverían derechitas a mi barriga.