Los que, por edad, hemos tenido la desgracia y la suerte de haber conocido y sobrevivido a la dictadura franquista, guardamos un recuerdo especial de lo que fueron las primeras campañas electorales de la democracia. Aquello era una fiesta. Los pueblos y ciudades se llenaban de colorido publicitario, restallaban mensajes en megafonía, se llenaban plazas y recintos en mítines arrebatados, pregonaban sus vivencias personajes míticos recuperados del pasado como Alberti, Pasionaria, Carrillo, Irujo, Monzón… Era la satisfacción de volver a votar después de cuarenta años y el entusiasmo de votar por primera vez las generaciones que no vivieron la guerra. Aquella gozosa novedad no duró mucho. El interés por la política se fue desinflando a medida que se iba convirtiendo en profesión para algunos y en supervivencia para los más. Muy pronto las campañas electorales derivaron en interpretación partidista de encuestas, los debates ideológicos reducidos a confrontación de valoraciones mediáticas y se constató una progresiva pereza para la implicación personal. Toca campaña, qué le vamos a hacer.

Estamos ya en campaña y los políticos ya no debaten, discuten. A los mítines sólo asisten los incondicionales y, con suerte, pueden llenar un multicine. La propaganda, si obviamos la simbólica y casi clandestina pegada inicial de carteles, se desplaza a las redes sociales donde hay barra libre para mentir y para insultar. Estamos ya en campaña, pero esto ya no es lo que era.

Es momento de dejar de añorar viejos estilos y aceptar lo que hay. Porque en estas elecciones asépticas aunque sépticas, como en todas, arriesgamos mucho porque está en juego acertar en un futuro incierto. Tenemos que decidir sobre las personas que van a responsabilizarse de resolver asuntos tan trascendentales como el bienestar equilibrado de la gente de nuestros pueblos y ciudades, de nuestros territorios. El voto para los de aquí, para los inmediatos, a pesar de reconocer la realidad de la globalización y asumir que en definitiva las resoluciones estén en manos de otros.

Aunque no nos guste, incluso nos incomode, este género de campaña electoral tan fría, tan distante, tan tramposa incluso, necesitamos elegir a los mejores, a los que nos ofrezcan garantías para afrontar un tiempo realmente complicado. Mucho se ha estudiado sobre la evolución y alteración del voto, pero a estas alturas da la impresión de que abunda la decisión crónica y las variaciones son escasas. Y es que parece que la mayoría de los electores no saben a dónde cambiar, unos por ignorancia y otros por inercia. En cualquier caso, los resultados finales serán más fiables en tanto en cuanto estén avalados por una mayoría manifiesta aunque el desenlace esté basado en el acuerdo o la coalición.

Ya se ha abierto el baile, y aunque la música no guste, aunque se añoren las viejas melodías de la democracia recién estrenada, aunque el calor de los mítines haya sido sustituido por la frialdad de los algoritmos, el día 28 nos jugamos mucho. Hay que participar, que luego no valen los lamentos.