El fútbol es drama. Su patetismo es más evidente cuando, como ahora, llega el final de temporada y han de proclamarse ganadores y derrotados. Sí, hay millones en juego, pero también emociones desatadas que le conceden una gran fascinación. La evolución de las retransmisiones ha incrementado su esencia teatral hasta el límite del puro barroquismo. Vemos que los contendientes simulan sus heridas para provocar una posición a favor. Los árbitros se acompañan del VAR, nueva versión de la griega y después romana Deus ex machina, una deidad que imparte justicia y cambia la trama. Los entrenadores han asumido el histrionismo, conscientes de que la cámara les proyecta cincuenta veces por partido, en lo que destaca el bufón Simeone. Igual ocurre con los árbitros, comediantes en busca de una imagen de pedagogía con los jugadores y de superioridad con la gente. Otros analizan el juego, pero nadie mejor que Carlos Martínez, brillante y confiable. ¿Y el estropicio de los comentaristas? En un reciente encuentro de la selección estatal en TVE el exfutbolista del Athletic Fernando Llorente hizo treinta observaciones y todas empezaron con el latiguillo “la verdad es que…”. Está el balón del último gol encerrado en una urna que se sorteará como una reliquia. Está cómo cantan los goles los locutores de radio emulando a artistas de Got Talent. Y está Microsoft con sus algoritmos para darnos números inútiles. ¡Pero a quién le importa que la dificultad de un gol sea del 7,2%! Hay una retórica de la imagen que otorga a las marcas comerciales el debido protagonismo y a cargo de los realizadores que ordenan zoom sobre tal o cual anuncio o camiseta. Los planos cortos cotizan mucho, pues tienen que brillar los que financian este drama por el que pasó, haciendo trampas, un tal Negreira.
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