Día tras día me recorre una rara y confusa sensación de que no controlamos los acontecimientos que vivimos. Y que, por ese motivo, pueden producir cierta indiferencia. Y mientras no nos afecten de forma directa, no pensamos en ellos en exceso. Como la guerra en Ucrania. Sin embargo, hay ciudadanos que sí lo hacen, se comprometen de forma activa, pragmática y/o solidaria, aportando su granito de arena, ya sea ayudando a los refugiados o colaborando con las ONG que son las que pugnan por garantizar sus necesidades básicas en su áspero y gris día a día; o bien exigiendo a nuestra clase política responsabilidad y conciencia. Pero lo único cierto es que Europa se he embarcado en un conflicto que nadie sabe cómo acabará. La decisión que se ha tomado, desde las altas instancias de Bruselas, de apoyar a Ucrania con todas las armas que requiera para ganar el conflicto, nos ha embarcado de lleno en el mismo.
El plan de contingencia ha sido evitar que Rusia se salga impunemente con la suya, porque si no, a la larga, ¿quién podría ser el siguiente agredido? Pero, ahora, somos parte activa de la contienda. En este compromiso, hay pocos ciudadanos que no estén a favor de ayudar a la población ucraniana que padece los efectos dramáticos de tal atroz enfrentamiento. Imágenes de ciudades y poblaciones destrozadas y de hombres, mujeres y niños que sobreviven como pueden entre las ruinas, malviviendo en sótanos y refugios improvisados, y que lo han perdido todo, nos retrotraen a las mismas estampas de la guerra en la extinta Yugoslavia, y nos conminan a sensibilizarnos con ellos. Si en la década de los 90, nos provocaron estupor, tres décadas más tarde, su efecto es más amargo si cabe. Tales hechos implican valorar que la ONU ha fracasado como organismo diseñado para defender y garantizar la paz en el mundo. Más llamativo es que sea la misma Rusia, una de las que configuró este nuevo marco de las relaciones internacionales, tras la Segunda Guerra Mundial, y el país que más padeció sus efectos (de la agresión nazi), la que haya emprendido una guerra contra un pueblo hermano. Claro que no lo llama guerra sino operación especial, y puede denominarlo paseo campestre si le peta a Putin, que nada nos hará definirlo de otra manera... Ucrania se ha movilizado en lo que para ella es una confrontación total por su supervivencia como nación.
Así que no, no parece que se pueda suavizar su descarnada realidad. Rusia ha perdido en el fragor de esta operación miles de vidas, y la situación empeora. A estas alturas, lo único que se está logrando es incrementar el número de víctimas, tanto civiles como militares, y abrirnos a una perspectiva incierta del futuro del mundo, cuando los mecanismos que deberían haber conminado a Rusia a detener esta locura, las sanciones, han fallado. Además, los pronósticos sobre el devenir, duración y desenlace de la misma no son nada halagüeños. Su continuidad solo engendrará una mayor violencia. La sangrienta pugna por la conquista o defensa de la pequeña localidad de Bajmut, es un claro ejemplo de ello. Se ha convertido en una contienda de gran desgaste material y eso solo puede provocar un mayor ensañamiento contra la población civil. La falta o más bien ausencia de noticias sobre las posibilidades de que se pueda dar un alto el fuego –no hay ni una sola vía abierta diplomática–, es tan significativo como terrible, y en sí mismo denota el ambiente paranoide que habita en el Kremlin. Mientras el Ejército ruso prosigue con su campaña de bombardeos contra las ciudades y poblaciones ucranianas, destruyendo sus instalaciones, con el fin de que se produzca un derrumbe del frente interno, los ucranianos, por su parte, acumulan armamento pesado (procedente de la ayuda internacional) para recuperar por la fuerza todo el territorio anexionado por Rusia. Es un pulso suicida.
No hay duda de que independientemente de cuál sea su final, el coste (in)humano por el control y dominio de la cuenta del Donetsk marcará a toda una generación. Al menos, la amenaza del uso de armas nucleares que pendía como una espantosa espada de Damocles, parece que se ha disuelto y ya no es tan inquietante, pero eso no significa gran cosa, a tenor de que el país atacante, Rusia, dispone de un arsenal atómico que podría hacer temblar los cimientos de la civilización, si Putin considerase que no le queda otra salida para forzar la victoria. Aun así, la misma cronificación del conflicto sólo ha configurado una frontera cuyas trincheras son tanto físicas como mentales. El odio que las políticas de Putin están despertando contra los rusos, aunque haya una minoría reprimida que disienta, ha constituido lo que para algunos es el marco de una segunda Guerra Fría. Tristemente, lo que comporta para las sociedades occidentales es que, de nuevo, los gobiernos van a priorizar la adquisición de armas al mejor equipamiento de las escuelas, viendo cómo se van a recortar las ayudas al Tercer Mundo y a relajar la vigilancia y la atención a la amenaza del yihadismo en las zonas del Sahel… No será extraño que, de seguir así, primen las políticas conservadoras que harán que las sociedades se vuelvan menos tolerantes, justas y abiertas, refugiándose, una vez más, en rancios valores que ofrecen una aparente seguridad y firmeza, pero sólo son garantía de prejuicios y actitudes reaccionarias.
A todo esto, la agresión de Rusia contra Ucrania ya está provocando toda una serie de consecuencias imprevisibles a medio y largo plazo, con las tensiones que eso ha provocado entre China y EEUU. Y cuáles serán sus efectos, en verdad, los desconocemos, pero no son halagüeños. Hace poco el mundo se enfrentaba a una pandemia, ahora, sin tiempo a recuperarnos de sus dañinos efectos, se produce un conflicto que implica a docenas de países, lo cual sólo puede traer consigo que los males de siempre, hambre, desigualdades sociales, miseria, estados fallidos, militarismo, terrorismo, dictaduras, violencia y así un largo etcétera se perpetúen sin remedio o ya que revivan otros viejos conflictos como Taiwán.
Doctor en Historia Contemporánea