Resulta que me acabo de enterar que hoy es el Blue Monday, para los neófitos como yo, el Día Más Triste del Año, qué culpa tendrá el pobre. Y yo, sin saberlo, venía por esta columna precisamente a confesar que a mí este trimestre me cuesta un montón. No lo puedo evitar. Nunca he sido persona de domingos por la tarde ni de lunes por la mañana y los de estos meses, en concreto, se me suben por la chepa como pesados elefantes. De cría veía esas tarde domingueras grises y lluviosas aunque no lo fueran, la mochila y el uniforme preparados, el ambiente soporífero después de comer, el crudo final del finde… Mi aita vio aquel percal y decidió que la última tarde del fin de semana fuera de cine, en un cole cuyos curas programaban cintas inofensivas para niñas y adolescentes y vendían chuches en el descanso. Sin embargo, lejos de ponernos a Marisol (que a mí me encantaba, por cierto, y con mi abuela no me perdía ni una, canturreando las dos todos sus hits), en aquel salón de actos con olor a naftalina me vi Los Goonies, El Cristal Oscuro, toda la saga de Indiana Jones, E.T., algunas de Bud Spencer y Terence Hill, otras de Los Hermanos Marx… En aquella época no había tanto miramiento en los contenidos como ahora y lo cierto es que ese esfuerzo paterno dio buenos resultados en mi talante dominguero. Mi ama también observaba nuestra bajona de reojo y, después de Navidad, para evitar que la tropa perdiera la moral, siempre nos recordaba que en nada llegaría San Blas y volveríamos a comer roscón, sin sorpresa escondida ni decoración, pero roscón al fin y al cabo. También en este trimestre, más que en cualquier otra época del año, ella repetía un mantra que a veces me recuerdo cuando las cosas se ponen feas. Todos los lunes, sin excepción, mi madre nos decía: “venga familia, ¡que pasado mañana ya es miércoles!”. Ahí os lo dejo. Podéis recortarlo y ponerlo en la nevera.