Siempre he pensado que es mejor no prejuzgar a los votantes de determinados partidos. Que son muchas razones y muy diversas las que pueden llevar a una persona a votar a una formación o a un líder determinado. Que el hecho de que alguien confíe su papeleta a un dirigente impresentable, maleducado o con una trayectoria ética reprobable no es razón para criminalizarlo. Que es posible que haya gente decente que de buena fe se deja engatusar por algunos discursos cuyas bondades otros somos incapaces de encontrar. Pero es cierto que tampoco debe sorprendernos demasiado el hecho de que los seguidores de Trump y Bolsonaro, o al menos una parte de ellos, sean radicales, violentos y estén dispuestos a asaltar las instituciones democráticamente elegidas. Y es lo que ha sucedido, que prácticamente un año después del asalto al Capitolio, un grupo muy numeroso de opositores brasileños ha tratado de dar un golpe de Estado. Pero no es esto lo que quiero analizar, porque tampoco es que quepa mucho análisis posible. A veces las cosas son tan simples como parecen y lo que está mal, no puede estar bien.
Mi reflexión se centra más en las lecturas interesadas, sesgadas y burdas que han hecho algunos políticos de este episodio. Porque utilizar la analogía es una cosa y hacer el ridículo otra muy diferente. Porque no, no es lo mismo que un grupo de exaltados asalte el Congreso en Brasil y que el PP llame socialcomunista al Gobierno de Sánchez. Ni es equiparable un golpe de Estado con poner urnas en Cataluña. Tampoco se puede poner en el mismo nivel el asalto violento a las instituciones o el hecho de que los nacionalistas, entre otros, cuestionaran la forma en la que Patxi López llegó a Ajuria Enea. Y es que este tipo de comparaciones, además de banalizar la violencia, sirven para evidenciar que hay quienes dicen cosas que no piensan. Porque quiero creer que si Andueza opinara que el PNV actúa como Bolsonaro, no gobernaría con los jeltzales todas las instituciones de Euskadi.