La cuenta de Twitter que cerré definitivamente hace unos días la había activado en 2009; era la segunda vez que me paseaba por esa naciente red social, que entonces estaba limitada a mandar mensajes de 140 caracteres, lo mismo que cabía en un SMS. Era un espacio interesante, donde podías dejar comentarios, poner enlaces y responder a lo que otras personas decían. Por mi (de)formación, principalmente interactuaba con gente de ciencia, pero esa comunidad emergente fue creciendo, también se incorporaron otras características que me parecieron innecesarias o, al menos por mi parte, no deseadas. Llegó, claro la publicidad, y los algoritmos que iban seleccionando por ti lo que verías, todo ese esquema piramidal del capitalismo de la atención que es Internet del que de una forma u otra hemos caído presos.

A lo largo de estos 13 años hubo muchos momentos en que consideré seriamente dejarlo, porque el mal rollo iba creciendo, la gente que jaleaba, las hordas de odio y demás tomaban a ratos la estepa tuitera y había que resguardarse. Señores que fueron adalides de la racionalidad y la empatía se transformaban en vociferantes fascistas a la primera de cambio. La propia estructura jerárquica del invento favoreció esto, por más que se establecieran mecanismos de control para expulsarlos. Sin embargo, ahora se compró el invento un nuevo sátrapa, ese ultramillonario ególatra e infantil (un pleonasmo) y la pestilencia me ha resultado excesiva. Mientras tanto dejé más de cuarenta mil opiniones, evidentemente prescindibles en lo que fue una plaza pública de diálogo y ahora es un mercado de compraventa para fundamentalistas. Deberíamos reclamar lo público, lo distribuido, evitar las ocurrencias de emprenderores de éxito, pero no hay manera, así que por el momento, hago mudanza. Buen lunes.