Voy asumiendo poco a poco que nunca volveré a dormir a pierna suelta. Nunca volverán esas camadas, en las que podía estar un día entero entre sábanas, sin remordimientos ni dolores musculares posteriores. Lejos queda esa frase de mi juventud tan mía como cierta: “voy a dormir hasta que me duela el culo”. Porque ahora soy una lechuza insomne, capaz de avanzar capítulos de una novela con la esperanza de alcanzar a Morfeo sin éxito alguno. Atribuyo este profundo e incómodo cambio a dos motivos, combinados y combinables. Por una parte, a la edad, que no perdona y para atrás no va. Y, por otra, a otro de los detalles que no te cuentan antes de ser madre: que tu cerebro, a partir de entonces, será una especie de máquina capaz de detectar hasta el más mínimo ruido nocturno. Desarrollarás una suerte de instinto primario que, al parecer, proviene de la época de las cavernas y venía muy bien para que las bestias no se zamparan a tu descendencia, de la misma manera que una criatura emplea el llanto para llamar nuestra atención. Esta romántica teoría es un tostonazo cuando, pongamos un miércoles a las dos de la mañana, después de calmar los terrores nocturnos de tu pequeña con abrazos y susurros, te deja con los ojos como platos y toda una retahíla de preocupaciones, que por el día son nimiedades y por la noche, terribles dramas. Mi madre convirtió esta cruz en ventaja. A mi madre no se le escapa ni una. Es célebre en las comidas familiares la anécdota de aquel botón que se le cayó a mi hermana en el pasillo al volver un sábado a las tantas de la madrugada. Al día siguiente, cuando ella intentó negar la evidencia del incumplimiento horario, mi madre se lo mostró triunfante mientras lo cosía en su camisa como prueba irrefutable contra su mentirijlla. Pues bien, ahora soy yo esa madre que vela los ronquidos de nuestra caverna, aunque no tenga ni idea de coser botones.