Por primera vez en la historia de la Tierra, escrita en fuego, agua y vida, los Homo Sapiens, una especie muy reciente, hemos sobrepasado la barrera de los 8.000 millones de habitantes. No me parece ningún hito glorioso, sino una inquietante señal de alarma. No tenemos nada que celebrar, y sí mucho que recapacitar en todos los órdenes. El dato nos coloca ante graves y complejos desafíos éticos, ecológicos, filosóficos, también religiosos. Apunto 4 de los más decisivos.

8.000 millones de habitantes

1. El ritmo de crecimiento es insostenible.

Se calcula que al final del Paleolítico, hace unos 12.000 años, antes de la revolución neolítica que se produjo con la agricultura y la ganadería, la población humana del planeta –ya para entonces solo quedaban los Sapiens– sumaban en torno a 1 millón; hace 2000 años, en tiempo de Jesús, eran unos 200 millones; en el año 1800 ascendían en torno a los 1.000 millones; en el año 1900 llegaban casi a los 2.000 millones; y en el año 2000 éramos 6.000 millones; veinte años después, somos 8.000 millones.

Las cifran hablan a gritos: este ritmo de crecimiento de la población humana –a pesar de su progresiva ralentización– sigue siendo insostenible. Es insostenible para el planeta y sus recursos limitados, para las demás especies vivientes que lo habitan, y para todos los pueblos que se quedan atrás. Tal vez la Tierra, gracias a la ciencia y a las tecnologías –y a la justa distribución de los recursos, si ésta se diera–, pudiera alimentar a 15 o 20 mil millones de humanos, pero no estamos solos y no podemos regirnos solo por el bien de la humanidad. Tengámoslo muy claro: lo que no es sostenible para todos los vivientes acabará por ser insostenible también para los humanos.

2. La desigualdad es la causa de que la natalidad baje en los países ricos y se mantenga alta en los pobres.

Que baje la natalidad en aquellos y no en éstos parece paradójico, pero responde en el fondo a la misma razón: la inequidad, la desigualdad injusta. Si baja la natalidad en los países ricos, se debe sobre todo a la creciente precariedad económica, a la falta de conciliación familiar y al miedo al futuro. Y si se mantiene alta en los países más pobres, se debe principalmente a la sumisión de la mujer, a su falta de autonomía económica, a la carencia de anticonceptivos, a la alta mortalidad, a la necesidad de brazos que traigan pan a casa y cuiden a los padres cuando sean ancianos sin sistema público de atención. Son formas diversas de la misma desigualdad que lleva a unos a no desear hijos ni tenerlos, y empuja a otros a desear tenerlos o a tenerlos sin desearlos. Son síntomas contradictorios de un sistema económico global irracional e inhumano que a unos les impide engendrar y a otros les fuerza a hacerlo. Paradojas de esta nuestra especie humana tan dotada y tan indigente.

La solución verdadera no vendrá de políticas familiares –de fomento de la natalidad en unos lugares y de reducción en otros–, por necesarias que sean. Y menos aun de políticas de inmigración que abren o cierran fronteras según dicten los intereses económicos de los más ricos. No habrá solución para los unos mientras no haya solución para todos. Nunca seremos sabios si no acertamos a ser hermanos, ni seremos libres mientras no nos reconozcamos iguales.

3. Es inhumano que la especie humana se adueñe de todo el planeta.

A pesar de todas las enfermedades, hambrunas, epidemias y guerras, la población humana en la Tierra no ha cesado de crecer, y sigue y seguirá creciendo al menos un tiempo. El hecho revela la fuerza y la pasión de la vida, pero el precio pagado y los desastres provocados por este crecimiento son tan espantosos, que me debato entre la admiración y la pesadumbre por esta especie humana que gente más optimista llamó Sapiens, Sabia. Es capaz de lo más sublime y de lo más horrible. Es ángel de la guarda y ángel exterminador: envenenamos el aire y las aguas, arrasamos las selvas y los mares, inyectamos enfermedades a otros animales para curar las nuestras, multiplicamos inmundas macrogranjas y crueles mataderos, seguimos cazando por placer y matando toros por diversión, y un millón de especies se hallan hoy mismo en peligro de extinción a causa nuestra. ¿No somos todos hijos de la misma Tierra y de la misma vida?

Somos la especie más contradictoria. La que más depende del cuidado, y la más invasora y depredadora de la naturaleza de la que formamos parte. La más poderosa y la más sufriente. Somos los más inteligentes y los más insensatos de todos animales, pues no sabemos vivir con lo que tenemos ni morir cuando nos toca. Y no se debe a ningún “pecado original” ni a ningún castigo divino, sino al desarrollo cerebral evolutivo que nos ha establecido en este estado de desequilibrio constitutivo o de difícil equilibrio, casi imposible. Casi. Algo o mucho está en nuestras manos, hoy más que nunca, gracias entre otras cosas a la ciencia. Pero la ciencia no bastará. Si queremos realmente avanzar hacia el equilibrio profundo de nuestro ser, deberemos liberarnos de la codicia de ganar, poseer, crecer a toda costa. Y empezar por reconocer que no somos los dueños y señores de la Tierra, que somos Tierra, que somos de la Tierra y que la Tierra es más fuerte. No creceremos en humanidad mientras no aprendamos a decrecer para compartir.

4. La enseñanza de la Iglesia Católica romana sobre la natalidad es irresponsable.

La especie Sapiens creó a un “Dios” a su propia imagen humana –cumbre de la sabiduría o de la necedad– y los grandes monoteísmos establecieron que el ser humano –preferentemente varón– es imagen, la única o la suprema imagen, del “Dios” omnipotente. El cristianismo extremó su divinización afirmando que “Dios” se encarnó plenamente solo en un hombre judío varón, aunque Jesús de Nazaret, profeta de la liberación, no tuvo nada que ver en ese dogma de la encarnación excluyente.

Sería una grave irresponsabilidad que las Iglesias cristianas siguieran aferradas a la letra de ese dogma y a la cosmovisión antropocéntrico-androcéntrica que lo sustenta, y sigan enseñando que la especie humana es la más noble y digna de todas las criaturas, el centro, la cima y el sentido de toda la creación. Como si la Tierra fuera el centro del cosmos y solo en ella hubiera surgido la vida y el ser humano significara el fin de la evolución. Todo ello se ha vuelto insostenible.

Es una grave irresponsabilidad ignorante, o una grave ignorancia irresponsable, que la Iglesia Católica siga leyendo a la letra el mandato divino del Génesis: “Creced y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla” (Gn 1,28), y siga apoyándose en la letra y el mundo del pasado para legitimar su defensa de la natalidad, su anacrónica doctrina de la procreación que llama “natural” y su absurda condena de los métodos anticonceptivos, su arraigado patriarcalismo, su pertinaz e hiriente homofobia, su perniciosa obsesión por la sexualidad cuyas dolorosas consecuencias saltan a la vista.

Es hora de redefinir nuestro lugar y responsabilidad en la tierra, en la comunidad de los vivientes. Es hora de pensar y decidir si queremos salvarnos juntos o perdernos todos.

* Teólogo