Mes y medio es lo que ha tardado Liz Truss en ser desalojada como primera ministra. Es el mandato más corto que se ha visto nunca en la historia del Reino Unido. Se podría ver como un detalle simplemente anecdótico, pero no lo es.

El Reino Unido pasa por una grave crisis, fundamentalmente en el terreno económico, pero no sólo. Con la inflación disparada, millones de ciudadanos tienen serias dificultades para pagar sus hipotecas. Tal y como lo escribo, no exagero. A esto hay que añadir que, los servicios públicos: educación y sanidad, están cada vez más deteriorados por falta de inversiones. Son los mismos servicios que en otro tiempo fueron la envidia de los países vecinos.

El Brexit que se prometía como panacea a todos los males no ha hecho más que agudizar la crisis y dividir la sociedad. También ha engullido a cuatro primeros ministros: David Cameron, Theresa May, Boris Johnson y Liz Truss. El país empieza a parecerse a Italia; un modelo que antes les daba pavor. Muchos ciudadanos y ciudadanas se preguntan a dónde se dirige su país.

Antes del Brexit, el Reino Unido alcanzaba el 90% del PIB alemán; hace dos meses no llegaba al 70%. En esta difícil coyuntura salió elegida una conservadora en cuyo perfil político sólo destacaba sus años de pertenencia al Partido Liberal-Demócrata. Liz Truss optó por las medidas neoliberales de los años de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, que ni tan siquiera eran compartidas por sus propios compañeros del partido conservador. Bajar de forma desmesurada los impuestos para promover el consumo y al mismo tiempo mantener los costosos servicios a la ciudadanía en tiempos de crisis no funciona ahora, ni ha funcionado nunca, excepto en la curva de Arthur Laffer, que, afortunadamente, no gobernó en ningún país.

El primer resbalón de Truss fue el plan fiscal para hacer frente al precio de la energía. La libra esterlina se desplomó con el consiguiente susto para los mercados mundiales. Tuvo que rectificar, y aunque estuvo a punto de caer a la lona se levantó. Días más tarde, Kwasi Kwarteng, ministro de Finanzas, fue cesado por ella misma. Sin apenas respiro, Suella Braverman, ministra del Interior y favorita del ala dura del partido conservador, dimitió por un problema de seguridad. Fue entonces cuando la primera ministra hizo aquellas declaraciones que ni ella misma se creía. “Soy una luchadora, no una desertora”. Ahora, los plazos inexorables de la política se han cumplido y la frase le estará retumbando en los oídos.

El Partido Conservador, al que le gusta definirse como “el partido del orden”, está tan desesperado y tan a falta de políticos brillantes –Liz Truss no lo fue nunca– que algunos sectores piden el regreso de Boris Johnson al liderazgo de los conservadores. Pero Johnson, sancionado por Scotland Yard, está todavía sujeto a investigación por contravenir las medidas tomadas contra la pandemia. No sería de buen tono que el líder de los conservadores tuviese que dimitir por segunda vez. El escándalo sería inmenso y algunos miembros de su partido no quieren ni oír hablar del hombre que se despidió de su puesto con un “hasta la vista, baby”. Sintomático ¿no creen?

Los laboristas insisten en la celebración de nuevas elecciones con la esperanza de llegar a Downing Street. Pero las elecciones no se van a celebrar en breve. Mientras el primer ministro del Reino Unido tenga la mayoría de apoyos en el Parlamento, no hay obligación de convocarlas. De no haber un adelanto, las elecciones se celebrarán en enero de 2025. El plazo se antoja demasiado largo para la inmediatez de las necesidades de los británicos.

El serio desbarajuste que vive hoy en día la política en el Reino Unido va a tener consecuencias tanto en Escocia como en Irlanda del Norte. Desde ambas naciones se ve al Parlamento de Westminster como un lugar con mucho ruido, que lejos de dar respuestas a estos tiempos de crisis se enfanga en luchas intestinas por el poder. Pero no son solo los ciudadanos de Escocia o de Irlanda del Norte. Todos están hartos, los propios ingleses también lo están.

Viendo las imágenes del todopoderoso Sir Graham Brady, presidente del Comité 1922 del Partido Conservador, me he acordado del primer presidente de la I República española, Estanislao Figueras y Moragas, un hombre que hablaba sin rodeos. Aquella vez lo hizo en catalán, su lengua materna: “Señores, ya no aguanto más. Voy a serles franco: ¡estoy hasta los cojones de todos nosotros!” Se refería a la imposibilidad de que los hombres –no había mujeres– de su gobierno pudieran llegar a algún tipo de acuerdo. Después, ni tan siquiera presentó su dimisión, se marchó a Francia. Salió de Atocha y no se bajó hasta llegar a París.

Puede ser que Sir Graham Brady no llegue a esos extremos. No será por falta de ganas. Pero me consta que algunos de sus compatriotas ya lo han hecho, hartos de las payasadas de muchos de sus políticos.