n algunas viejas entrevistas, cuando aún aspiraba a presentar perfiles más amables, Putin se declaraba lector de Tolstoi, Chejov y Dostoievski. Más allá del deber de reivindicar a los grandes autores de su país que corresponde a todo mandatario -así, como bien es sabido, todo político español es gran lector de El Quijote- sí parece que Putin ha leído con atención en diversos momentos de su vida a los citados.
Tolstoi y Dostoievski aparecen con frecuencia como dos autores entre los que hay que elegir, como decía Steiner en el arranque de un ensayo que llevaba la provocación en el título (Tolstoi o Dostoievski, Siruela 2002): "Si al lector se le apremia mucho, escogerá entre los dos. Si nos dice cuál prefiere y por qué, comprenderemos, creo, su verdadera naturaleza".
A Tolstoi, más allá de sus grandes novelas, en mi adolescencia entre mis amigos lo sentíamos como uno de los referentes del pacifismo, de la no violencia y aún de la insumisión contra las armas y contra los ejércitos, como precursor del anarquismo más bucólico y libertario, como defensor de la libertad individual y como un hombre de profunda espiritualidad. Su muerte desenraizada tenía un halo poético y místico que redondeaba el personaje. Conservo de aquellos años un breve texto de Tolstoi (La insumisión, Madre Tierra, 1991) en que leo: "Los impuestos exigidos al pueblo para fines de guerra absorben la mayor parte del beneficio del trabajo que el ejército debería proteger (...) Cuando la guerra constituye una constante amenaza las condiciones sociales no son mejoradas (...) Los gobiernos alegan que los ejércitos son primordialmente requeridos para la defensa exterior, pero son empleados, en primer lugar, para intimidar a sus propios súbditos". No parece que estos párrafos estén en la mesilla de Putin, pero quizá sí las épicas escenas de batallas napoleónicas en Guerra y Paz o las brillantes escenas de caballos de Ana Karenina.
De Dostoievski recuerdo en casa de mis padres un libro que está fechado por mi ama en su primer año de casada y que la editorial (Sopena) tituló El Sepulcro de los vivos. Ese libro me impactó por su piedad ante el sufrimiento como sólo golpean las lecturas que uno hace de joven. Más tarde Dostoievski publicaría obras, como Diario de un Escritor, que se regodean en el alma pura rusa diferente, agraria y devota y que son ahora con frecuencia citadas por los portavoces de las tendencias más reaccionarias del entorno de Putin. Algunas frases de estos libros adquieren dimensiones terribles, pero lo cierto es que, como defiende Eltchaninoff en su imprescindible En la Cabeza de Vladimir Putin (Librooks, 2022), "la realidad humana que describe Dostoievski va más allá de las etiquetas políticas (...) su novela es polifónica (...) es un novelista demasiado inmenso para ser utilizado por un discurso ideológico". Viene al caso aquí la cita de Dostoievski que Stefan Zweig elige para arrancar el estudio de sus personajes (Tres maestros, Acantilado, 2004): "Oh, no creáis en la unidad del hombre". Zweig no acepta que el novelista ruso pueda servir para armar un perfil cerrado para uso instrumental de una ideología determinada: "Fue Dostoievski el gran demoledor de la unidad. En él es imposible encontrar una unidad de sentimiento, coger a un solo personaje en la red de un concepto o de un vocablo".
Mejor le recomendaríamos hoy a Putin releer a los cuentos de Chejov. El cuento remite quizá a modelos menos totalizantes, más modestos, más humanos, más abiertos. Isaiah Berlin (lo leo en un libro -El sentido de la realidad, Taurus, 1998- que me regaló Angel Toña: Eskerrik asko, Angel!) citaba a Chejov para recordar precisamente que "la tarea del artista es exponer el problema claramente al lector, no proporcionar soluciones". No creo que la lectura de sus cuentos, jugando con lo que Allen decía de Wagner, nos deje con las ganas de invadir Polonia o para el caso Ucrania. Más bien con la sonrisa de una ironía humilde y un poco escéptica. l