odavía me acuerdo de las clases de filosofía. Tuve la suerte de tener profesores que enseñaban a entrever la riqueza de los distintos autores y escuelas en su contexto histórico, desde los presocráticos a Sartre. No daban listados de conceptos muertos sino modestas catas de una panorámica más amplia que despertara en el adolescente la ilusión por profundizar. Era como ese sobrevuelo por los Pirineos, cuando te toca ventanilla, y no por mirar te crees que en un ratito, desde arriba y a la distancia, conoces ya esas montañas sino que te deja con las ganas de calzarte las botas y caminar sin prisas.
Aún recuerdo aquella vieja definición que decía que la verdad es la adecuación de lo pensado o lo dicho a la cosa. Casi cuarenta años después todavía puedo oírlo en la voz del profesor que nos explicaba a Santo Tomás, para el que la verdad era tanto un acceso a través de los sentidos como una participación, siempre limitada e imperfecta, en una realidad superior. Aristóteles y Platón se podían sumar.
La máxima de que la verdad es la primera víctima de la guerra es tan cierta como peligrosa. Ignorarla te hace fácil víctima del titular descontextualizado. Pero llevarla al extremo y concluir que nada se puede saber te hace también víctima. Y es que el objetivo de la propaganda es tanto que nos creamos las mentiras como que, ante versiones tan diferentes, aceptemos que nada puede saberse. A la verdad, defínase como se quiera, seguramente uno nunca llega sino de forma muy aproximada, pero hay caminos que nos acercan algo: la razón, la prudencia, la lógica, el contraste, el diálogo o el rigor. La renuncia a esos métodos significa el fracaso de la cultura y su viejo sueño de libertad y democracia, puesto que a ellas solo se acede mediante el esfuerzo de ciudadanos que dialogan, con argumentos racionales, sobre realidades cuyo grado de veracidad, aunque sea provisional y parcial, puede ser intersubjetivamente acordado.
Hay quien asume resignado que nada puede saberse, más allá de la propaganda de unos y otros, sobre la situación de los derechos humanos en Ucrania antes de la invasión rusa, sobre si hubo o no genocidio, o sobre el famoso y tan retorcidamente empleado dato de los 14.000 muertos. Si nada pudiéramos saber mejor cesamos de hablar de Ucrania, dejamos que los agresores terminen su trabajo y volvemos a nuestras ocupaciones. Pero el hecho es que sí se puede saber. Hay en la zona desde 2014 una misión de monitoreo de los derechos humanos de la ONU con sedes en Kiev, Kharkiv, Donetsk, Luhansk, Kramatorsk, Mariúpol y Odesa, con 57 profesionales que han producido 29 informes generales y 6 temáticos sobre la cuestión. Además tenemos los informes de la OSCE; los informes oficiales de los expertos independientes de la ONU y de los comités de tratados compuestos por expertos independientes de diversas procedencias e ideologías; los informes de agencias como el ACNUR o UNICEF.
Por si fuera poca información, el presidente (argentino) del Consejo de Derechos Humanos de la ONU ha anunciado esta semana la creación de una Comisión Internacional de Investigación sobre todos los crímenes ocurridos desde la invasión, cualquiera sea la autoría, formada por tres miembros de reconocidísimo prestigio (noruego, bosnia y colombiano). La ONU ha contabilizado ya, desde el día en que la agresión comenzó, 3.257 víctimas civiles (1.276 muertos y 1.981 heridos), aunque se admite que el número será mucho mayor cuando se pueda acceder a los lugares más afectados, como Mariúpol.
Sí, hay caminos que nos acercan a la verdad y caminos que nos alejan de ella. Podemos tomar unos u otros. A esa opción la llamamos libertad y es más plena cuando se hermana con el esfuerzo, la prudencia y la responsabilidad.