lmudena se ha ido y yo me he quedado un poco huérfana. No nos conocíamos de nada, nunca tuve la oportunidad de saludarla, ni siquiera de entrevistarla en mi época de periodista a tiempo completo. Y sé que cualquier cosa que pueda decir sobre ella, o se ha dicho ya, o no va a alcanzar la belleza de los homenajes que se le han dedicado estos días. El caso es que yo, que volví hace bien poco a poder leer un libro sin que tardara en terminarlo más o menos un año, la reelegí para estrenarme en esta nueva etapa de madre lectora con Los besos en el pan. Fue un regalo de dos buenos amigos y en esa novela me refugié para desear poder hablar a mis futuros hijos adolescentes como alguna madre les habla en esas historias. Supongo que Almudena me gustaba tanto porque era una escritora (diría que filósofa) extraordinaria en el cuerpo de una mujer normal, como tú, como yo. Y supongo que me gustaba tanto porque las historias que me contaba cuando la leía me tocaban el corazón y pensaba "qué fuerte, esto mismo me ha pasado/pasa/podría pasar a mí". El día que murió volví a casa triste, con la tristeza extraña de añorar las obras inéditas en el futuro de alguien a quien no conocía y creía conocer tan bien al mismo tiempo. Mis pequeñas no entendían cómo podía estar tan abatida por alguien con quien no había estado nunca. Intenté explicarles que hay cientos, miles de personas que comparten con nosotras su arte todos los días, en cualquiera de sus formas, y que, a través de él, creamos con ellas un vínculo muy raro pero tan personal que parece que nos conociéramos de toda la vida. Desde que nacieron estoy comprometida a que disfruten de esos dones, a que los exploren también en ellas. Y el día que murió esta maravillosa mujer les deseé que, poco a poco, vayan encontrando a sus muchas Almudenas con las que volar, sentir y soñar.