e atribuye a Luis XV, penúltimo rey francés antes de la Revolución, la célebre frase "Après moi, le deluge", esa displicente declaración de principios "Después de mí, el diluvio" según la cual sólo el provecho inmediato debe ser tenido en cuenta y allá se arreglen los que vengan. La frase es un compendio de egoísmo irresponsable, con el agravante del castigo al que se sometería a los que sobrevivieron a su reinado, tan prolongado como nefasto. El diluvio que legó a sus sucesores fue nada menos que la agonía y muerte de la monarquía. A él, claro, le daba igual.
No voy a repasar cuántas han sido las cumbres climáticas que se han venido celebrando desde que los científicos avisaron que la cosa empezaba a ponerse fea, allá por los 70. Ni siquiera voy a cebarme en las conclusiones proclamadas tras cada cumbre que siguen incumplidas. Prefiero, casi con ánimo masoquista, centrar mi reflexión en la arraigada conducta de los poderosos de la Tierra por la que perpetúan la insensibilidad de Luis XV, en su habilidad para el escapismo o el cinismo provocador que deja en papel mojado las buenas intenciones y los propósitos de enmienda de los protagonistas de las cumbres climáticas.
No nos vamos a engañar. Los poderosos de la tierra no están dispuestos a proteger a los que sobrevivan a ese diluvio que nadie quiere evitar. Ni un paso atrás. No van a renunciar a la deforestación, al aumento de gases de efecto invernadero y CO2, a la explotación y producción de hidrocarburos, a la contaminación del agua, a la desprotección de especies en riesgo de extinción, a la ganadería intensiva, a nada que pueda suponer un deterioro de su poder económico. Pero es aún más descorazonador comprobar que muchas personas conocedoras de lo que supone el deterioro del medio ambiente, personas incluso convencidas de que su defensa es un reto global de extrema necesidad, inundan las carreteras en cuanto llega un puente, descuidan el reciclaje de los residuos que generan ignorando el diluvio que acecha por su negligencia.
Quienes protagonizan las cumbres climáticas, quienes a día de hoy tenemos información sobrada de las calamidades que sobrevendrán de forma inapelable si no atajamos radicalmente nuestras agresiones al equilibrio ambiental, es muy posible que sobrevivamos sin mayores inconvenientes a los efectos catastróficos que, sin duda, llegarán. Pero si no se detiene por convicción, si no se renuncia al desaforado interés económico de los más poderosos, ese diluvio va a condicionar de manera trascendental el equilibrio vital de los hijos de nuestros nietos y nietas. A los más altos responsables de este suicidio colectivo, por desgracia, les sobra cuajo para mirar a los ojos a sus descendientes sin dejar de llenarse los bolsillos. Ahí se arreglen con los desastres que les sobrevendrán.
El secretario general de la ONU, Antonio Gutierres, ha elevado el tono apocalíptico, "basta ya de cavar nuestra propia tumba", pero le escuchan como si oyeran llover y seguirán tratando a la naturaleza como una letrina. Los mandatarios de todos los países llevan ya muchos años desatendiendo esa lluvia, que será diluvio dentro de un par de generaciones porque no habremos dejado de cavar nuestra propia tumba. Pero ellos, los que hoy cavan, ya no estarán y por eso les da igual.