ace tiempo que el pueblo, creyente o descreído descubrió abrumado que lo de las Navidades era una pura dinámica de compra, venta, y consumo desatado y brutal, y que lo del Niño recién nacido entre pajas y un par de brutos como galante compañía, no era más que un recuerdo en la lejanía de nuestra infancia soñada y lamentablemente perdida.
Y allá por el fin de la segunda guerra mundial, los norteamericanos descubrieron que la publicidad y el marketing servían para llenar de ricos doblones las faltriqueras de los negocios. Por todo ello, estamos en épocas propicias para la invasión publicitaria y el atracón consumista de comida, bebida, automóviles, juguetes, y golosos perfumes. En el período navideño, las teles se llenan de anuncios que compiten entre sí como si de certamen internacional de las industrias del perfume, se tratase. Desde comienzos de diciembre, las pantallas se convierten en magníficos escaparates por los que desfilan egregias modelos, bellas mujeres y hombres, escenarios lujosos y luces maravillosas para vender un perfume, un olor, una esencia.
Es la magia de la tele apoyada en magníficas realizaciones audiovisuales que nos hacen soñar durante breves minutos con apabullantes palacios, maravillosas calas, escenarios atractivos donde la imagen se convierte en gran sinécdoque empleada por los creadores de estos micros publicitarios lujosos y atractivos que de uno en uno y sin solución de continuidad van desfilando en las numerosas pausas publicitarias de la programación. Es la lujuria consumista de la Navidad dominada de un lado por la pandemia que nos azota inmisericorde, y por lado nos hace soñar con la poderosa presencia de bellas imágenes que nos transportan al mundo imposible del lujo mostrado y retirado en un ejercicio de Sísifo contemporáneo. Desgraciada raza humana construida sobre el consumo, la apariencia y la frivolidad.