n ocasiones se reprocha que el discurso de los derechos humanos sirve para reclamar y nunca para responsabilizarse. Quienes lo dicen argumentan que sólo se pueden construir sociedades democráticas y estados de derecho -y por tanto entornos que realmente protejan los derechos humanos- con ciudadanos responsables que asuman que, junto con derechos, también tienen deberes para con su sociedad y sus conciudadanos.
Yo creo que la idea de poner en equilibrio los derechos y las responsabilidades ciudadanas es profundamente fiel al más auténtico discurso de los derechos humanos. Usted ha leído muchas veces el artículo primero de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Le pido que lo relea ahora prestando atención a cada palabra: Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.
El sistema de los derechos humanos, el sueño y la promesa que traen consigo, se construye sobre la confianza en que somos personas que tenemos razón y conciencia y que aceptamos el deber de comportarnos fraternalmente en sociedad. Los padres de la Declaración Universal, desde la norteamericana Eleanor Roosevelt al baionatarra René Cassin, pasando por el chino Chang, el libanés Malik o el chileno Hernán Santa Cruz, sabían muy bien por experiencia qué era el totalitarismo y por eso colocaron el deber ciudadano en el frontispicio de su construcción, en equilibrio con la libertad, la igualdad y los derechos.
Me viene a la cabeza esta reflexión tras escuchar las consignas "libertad, libertad, libertad" en la Plaza de Indautxu de Bilbao, en una protesta contra las medidas adoptadas aquí para afrontar la crisis del covid-19 (medidas, por cierto, de naturaleza no muy diferente a las tomadas en democracias como Bélgica, Francia, los Países Bajos o Alemania).
Uno se asoma a los textos de la convocatoria y encuentra una amalgama de altisonantes proclamas de lejano ecoácrata y de afirmaciones propias de la ultraderecha. La protesta era contra "las medidas incomprensibles impuestas por el Gobierno Vasco y por el Gobierno de Sánchez que recuerdan a los momentos más duros de la dictadura". Los convocantes, investidos de una superior capacidad de ver, se arrogan la carga entre civilizatoria y salvífica de "despertar a quienes aún duermen".
Ese popurrí define, por desgracia, un misterio de nuestro tiempo: ante la complejidad nos lanzamos a los brazos de la confusión. Yo no sé si entre quienes allí se congregaron el jueves había muchos o pocos negacionistas, pero muchos actuaron como tales. Yo no sé si entre ellos había mucho o poco ultraderechista, pero les hicieron voluntaria o involuntariamente el caldo gordo. Debo suponer que entre ellos había ciudadanos muy comprensible y justificadamente preocupados por sus negocios y trabajos y que buscan espacios de protesta, pero el hecho es que se dejaron comer la tostada por alborotares violentos, con antecedentes penales de lo más variopinto, que en nada ayudan a resolver los problemas que se quisieran denunciar.
En ese contexto el grito "libertad" era confuso e ignorante, en el mejor de los casos. Cómplice de la violencia, en el peor. Algunos denunciaban que "esto es una puta dictadura". No sé si por separado, tomados uno a uno, algunos de ellos saben lo que es una dictadura. Pero su actuar demostraba que en la práctica y en conjunto no conocen la diferencia entre un sistema totalitario y un estado de derecho democrático. Ni la importante diferencia que hay entre el ejercicio de un derecho fundamental y la simple irresponsabilidad en los momentos más difíciles de nuestra sociedad.