igo de refilón y con media sonrisa entre sarcástica y resabiada el pifostio judicioso en que anda metido el excelentísimo vicepresidente del gobierno español, Pablo Iglesias Turrión. ¿Que de qué diantre les hablo? Comprendo que buena parte de nuestros lectores habituales no tengan la menor idea. Ocurre que los medios con ciertos principios como este en el que usted me lee son extremadamente pudorosos cuando huele a cañería pútrida en el origen de determinada información. Haya o no haya sustancia, tendemos a ignorar los cantos de sirena de las ciénaga, y salga el sol por Galapagar, no vayan a confundirnos con esos medios del ultramonte que van a saco con el culebrón.
¿Pues saben lo que les digo? Que bendita suerte la de Iglesias, que sus marrones de pantalón largo se convierten en naderías gracias a que se airean desde los sumideros de aguas fétidas del reino y sus terminales mediáticas. Ya quisieran otros perseguidos sañudamente como corruptos poder decir que son víctimas de la maldad de los perversos aparatos del intra-estado. Pero no, esa disculpa, ese salvoconducto para salir sin un pelo mancillado, solo les vale a los que lo valen. Incluso, como es el caso, aunque el asunto lleve mierda como para atascar seis docenas de cloacas, que es de lo que hablamos. O para dimitir hoy mejor que mañana.