no de mis hijos me quiere matar. No es un plan secreto, lo detalló abiertamente el otro día en el desayuno. La cosa sucederá así. Primero me cortará con una motosierra, después me clavará unas flechas y por último, por si acaso, me pasará una segadora por encima. Léase esta descripción con un niño de tres años y pico en la mente rebosante de felicidad. Porque no es que se haya enfadado conmigo o tenga alguna cuenta pendiente. Sin más, me quiere quitar de en medio. Ante las quejas de su hermano sobre lo de quedarse sin madre, mi retoño lo tiene todo atado y dice que cuando se vaya el bichito irá a la tienda a comprar otra mamá “con las tetas muy grandes” (sic.) que vendrá en una bolsa que habrá que meter al microondas para que la nueva amatxo se cocine. A mí esto tranquila no me deja, la verdad. Pero creo que no hay mucho que pueda hacer. En este confinamiento están aflorando en estos dos gurriatos cosas que antes ni nos planteábamos, ya sea porque tocaba o porque estar encerrados tanto tiempo nos pide a gritos sacar la frustración como sea. Así que he decidido unirme al festín aniquilador y jugar con ellos a matarnos todo lo que podemos y de todas las formas posibles. Le agarro a uno la pierna y se la corto con una sierra imaginaria y se mea de la risa. Él me decapita con una espada de cartón y me resucita con un beso del muñeco de Marimotots. El otro me acuchilla con su daga y buscamos juntos el brazo que se me ha caído en algún rincón de la casa. Me atan con cuerdas y me ahogan con sus manitas. Y yo les meto en la cazuela y hacemos un guiso para comer. Esta terapia de choque, que no sé si es buena o mala, nos viene de maravilla. Nos sirve para liberar tensiones y parece que la cosa ha cambiado. Ahora no me quieren matar. Solo a aquellas personas que no conocemos, a flechazo limpio. Y eso no sé si me tranquiliza o me preocupa más...