Emilia Pardo Bazán era muy consciente de su aparente contradicción. "Los conservadores de la extrema derecha -sostenía- me creen avanzada; los carlistas, liberal; y los rojos y jacobinos me suponen una beatona reaccionaria y feroz". No hubo, en efecto, asunto que doña Emilia no afrontara con una absoluta independencia de criterio, por desconcertante que pudiera resultar.

Nacida en A Coruña el 16 de septiembre de 1851, en el seno de una familia aristocrática y de tradición liberal, recibió de su padre, el conde José María Pardo-Bazán, una consigna del todo inusual en la época: "Si te dicen alguna vez que hay cosas que pueden hacer los hombres y las mujeres no, di que es mentira, porque no puede haber dos morales para los dos sexos".

Valiéndose de profesores particulares, de la biblioteca familiar o de instructivos viajes por Europa, sus padres le procuraron una completa educación que trascendió, de largo, la entonces exigible para una señorita de su posición.

Permítanme un inciso para apuntar que su viajera biografía acabaría incluyendo la ciudad de Vitoria-Gasteiz, que visitó con frecuencia y manifiesta admiración debido a que Blanca, la segunda de sus tres hijos, estaba casada con el general José Cavalcanti, gobernador militar de Álava entre 1920 y 1921.

De aquellos primeros viajes, decía, regresó una joven Emilia no solo con un gran manejo de varios idiomas, sino también con convicciones carlistas que compartía con su recién estrenado marido, el también aristócrata José Quiroga. Se cuenta que llegó incluso a participar en el contrabando de armas para los defensores de la causa, movida por lo que años después describiría como "fiebres políticas que me calentaron la cabeza cuando tenía pocos años".

Pardo Bazán no fue solo la hija (temporalmente) carlista y (siempre) tradicionalista de un matrimonio liberal. Fue también una devota y convencida católica que, sin embargo, abrazó los postulados del determinista, impío y literariamente descarnado naturalismo que había conocido en Francia y que introdujo en España, gran escándalo mediante, a través de obras como La cuestión palpitante, La Tribuna (pionera, además, de la novela social), Los pazos de Ulloa o La madre naturaleza.

En palabras de la propia Emilia, "la marejada vino, como suele venir, contra toda innovación, coronada de iracundos espumarajos y acompañada de roncos mugidos de cólera", además de suponer el fin -cordial, eso sí- de su matrimonio.

La orgullosa condesa que escribió sobre el proletariado era, de igual modo, una mujer conservadora que se definía como "radical feminista".

Jamás dejó de reivindicar para las mujeres los mismos derechos y espacios de los que disfrutaban, en exclusiva, los hombres. A muchos, incluidos sus teóricos amigos, les molestaba sobremanera su visible y sonora presencia en los cenáculos intelectuales; solían referirse a ella, con evidente escozor, como "la inevitable".

Entre sus públicos valedores se contó su admirador, gran amigo y, durante unos años, entregado amante Benito Pérez Galdós, con quien intercambió una volcánica y hoy célebre correspondencia. No fueron, en todo caso, apoyos suficientes para lograr lo que hasta en tres ocasiones intentó sin éxito: su merecida entrada en la Real Academia Española, que mantuvo sus puertas cerradas a las mujeres hasta 1978.

Una afección gripal complicada por la diabetes se llevó, el 12 de mayo de 1921, a la autora de numerosas novelas, más de medio millar de cuentos, ensayos, artículos periodísticos, críticas literarias, libros de viajes, poesía, piezas teatrales, biografías y hasta libros de cocina.

Una polemista nata que agitó la anquilosada vida intelectual española. Y que, con las palabras de su padre en el recuerdo, siempre albergó una sospecha: "Si en mi tarjeta pusiera Emilio, en lugar de Emilia, qué distinta habría sido mi vida".