e pide DNA echar la mirada atrás, a hace un año, a aquellos días. Honradamente, han ocurrido tantas cosas que eran impensables que tengo la sensación de que ha transcurrido una década, o un siglo. Tengo dos sensaciones grabadas de aquellas semanas de primavera. La primera, más personal, el silencio. El silencio en la calle camino de la redacción, aquel silencio que dejaba oír a los pájaros urbanitas normalmente ahogados por el ruido de la ciudad. El vacío en las aceras. Silencio. Los silencios pueden pesar mucho. La segunda, aquella reunión apenas unos días antes de que se decretara el estado de alarma de la que salí con la incómoda y un poco incrédula sensación de que nos habíamos adentrado en una de esas películas hollywoodienses de catástrofes.

Un periódico es un ser vivo, que cobra su auténtico sentido cuando llega a manos de quienes lo leen, ya sea en su versión más clásica de papel o en el formato más inmediato de su versión digital. Se había hablado mucho sobre la modernidad líquida, fluida e inestable, o sobre conceptos más concretos como las fake news; quizá la pandemia ha tenido la virtualidad de subrayar la relevancia y la responsabilidad de los medios de comunicación en la transmisión de información veraz y útil y en la aportación de herramientas para la construcción de pensamiento crítico.

Un periódico solo puede ser el espejo de la sociedad que lo rodea y DNA, como toda la sociedad, se adaptó en aquellos primeros días a una ola que se llevó todo por delante. Nos adaptamos los periodistas que hacemos DNA. De pronto, como todos los demás, la gran mayoría tuvo que empezar a hacer su trabajo desde casa. Y se adaptó el propio periódico. El objetivo prioritario seguía siendo informar y ser útiles a quienes nos leen pero, esta vez, con el foco puesto en una pandemia que lo llenaba todo. Buscar científicos que explicaran lo que se sabía o no del coronavirus, informar de las medidas que las instituciones estaban adoptando, contar qué estaba ocurriendo en los hospitales, volver la mirada también a las residencias, poner nombres y rostros a la tragedia para que la estadística no acabara engullendo lo humano, dar voz a los sanitarios para concienciarnos, para saber a qué se estaban enfrentando y en qué condiciones, visibilizar a esos trabajadores esenciales que nos hacían la vida un poco más fácil a todos, dar cuenta de las consecuencias que una crisis sanitaria sin precedentes tenía en otros ámbitos€ Pero también contando todo tipo de iniciativas solidarias, acercando historias que ocurrían en los balcones (cómo olvidar aquella retreta de San Prudencio), tendiendo un puente con la cultura que se esforzaba por seguir creando, escuchando al mundo del deporte€

Después de un año, 365 días de más noticias malas que buenas, toca seguir peleando, para que más pronto que tarde esta nueva normalidad en la que vivimos, que no deja de ser un espanto distópico, dé paso por fin a algo que se parezca de verdad a la normalidad que perdimos.