iempre es difícil escribir sobre un crimen cometido en tiempos recientes, cuando todavía muchos de los que, por desgracia, se vieron afectados por él, están vivos y se corre el riesgo de despertar heridas que, en realidad, nunca llegaran a cicatrizar del todo.

Por ello, antes de nada, creo conveniente aclarar que la elección del doble asesinato que ocurrió en el bar Las Vegas de la capital alavesa para este artículo de Historias de antaño y de hogaño, no pretende entrar a valorar las implicaciones político-sociales que rodearon al suceso, sino, más bien, a las inquietudes que despertaron en mí cuando era un niño de apenas diez años.

El bar Las Vegas, si no recuerdo mal, se encontraba en el lugar donde ahora se halla una oficina bancaria. Yo vivía muy cerca de allí, en la calle Zuya, y en varias ocasiones acompañé a mi padre a ese establecimiento que tanto me gustaba, porque allí Justo López siempre me ponía tres o cuatro aceitunas en mi mosto pequeño.

Imagino que mis padres no pretendían que yo lo escuchara, pero el 25 de agosto de 1979, el mismo día del terrible suceso, cuando mi padre regresó de trabajar, le contó a mi madre que, esa misma mañana, habían matado a tiros al dueño del bar Las Vegas y a un cliente. Yo supuse que mi padre había sido testigo presencial del suceso, aunque no fue así, y con la curiosidad propia de un niño, comencé a preguntarle todo tipo de interrogantes que solo obtuvieron como respuesta un "eso son cosas de mayores".

Aquella contestación solo pretendía protegerme de los terribles detalles de un asesinato, pero, aun así, seguramente consiguieron lo contrario, y eso hizo que mi cabeza empezara a imaginar el suelo lleno de sangre y las paredes y cristaleras llenas de agujeros de bala, como ocurría en las películas que echaban en esa época, en la que la televisión se veía en blanco y negro. No volví a preguntar por el asunto, y nunca llegué a saber muy bien que había pasado, hasta que fui descubriendo en las hemerotecas las noticias que recogían lo ocurrido.

A las cinco de la mañana de aquel fatídico día, el navarro Justo López Zubiria levantó la persiana de su negocio, para que pudieran desayunar los trabajadores de las fábricas cercanas. Puesto que el resto de los bares estaban cerrados por vacaciones no tardó demasiado en llenarse de clientes, a cubrirse la barra con tazas de café y el suelo de envoltorios vacíos de azucarillos y servilletas de papel usadas.

A las seis y media, cuando los parroquianos eran, en su mayoría, de los turnos de noche que se reconfortaban con un carajillo antes de ir a casa a dormir, apareció en el establecimiento Antonio Macías Benítez, un policía nacional fuera de servicio, que, dando un traspiés, y apoyándose en las paredes para no caer al suelo, pidió un whisky.

Como es habitual cuando se juntan varias personas que han bebido en demasía, no tardó en comenzar una discusión que acabó con el policía en el suelo rodeado por los tres clientes a los que se enfrentó, y con el dueño echando a los cuatro implicados en la trifulca a la calle.

Poco después, regresó Antonio Macías al local, y nuevamente pidió un whisky, aunque en esta ocasión, ante la negativa de Justo a servírselo, acabó sentado al fondo de la barra con una tónica. En ese momento había otros dos camareros trabajando además del dueño, Antonio solicitó a uno de ellos que se acercase, y con el deje típico de los borrachos, le advirtió. "Yo que tú me marcharía de aquí, porque a las ocho, a ese y a ese les va a pasar algo muy gordo", dijo señalando a Justo y al otro camarero. A continuación se marchó, quedando todo el asunto como los delirios propios del efecto del alcohol.

Algunos testigos le vieron montar en un taxi en el que, se supone, fue a su casa en la calle Correría, a recoger su arma reglamentaria. A las siete y media volvió a entrar de nuevo en el bar Las Vegas, y, sin mediar palabra, apuntó a Justo y le disparó dos veces en el pecho, matándolo. Félix Minguela Sanz, uno de los clientes que estaba más cerca y que era conocido por todos además de por ser vecino del barrio, por ser el repartidor de butano, intentó arrebatarle el arma al policía, para que no hiciera daño a ninguno de los casi treinta clientes que presenciaban el asesinato, pero también recibió un disparo que acabó con su vida. Tras ello, Antonio salió del bar, montó en un taxi y se fue, siendo detenido horas después por sus propios compañeros.

En cuanto a mí, no sé cuándo volví a ese establecimiento con mi padre, pero las paredes y los cristales estaban intactos y en el suelo no había enormes manchas sanguinolentas como me había imaginado... Pero, sobre todo, ya no estaba Justo, y en mi mosto pequeño tan solo había una aceituna.

Cuando pregunté a mi padre por lo que había sucedido, solo obtuve como respuesta que "eso son cosas de mayores"

No volví a preguntar por el asunto, y nunca llegué a saber muy bien qué había pasado, hasta que leí las noticias de lo ocurrido