Txingurri. Así se llamaba el pequeño barco que poseía Javier Clemente cuando a finales de la década de los ochenta dirigía al Espanyol. Hormiga. No se le ocurrió un apodo mejor para aplicarle a Ernesto Valverde cuando lo reclutó para el club barcelonés. Pequeño, listo, trabajador. El hijo de unos padres extremeños que abandonaron el pintoresco y pequeño pueblo de Viandar de la Vera para asentarse en el vitoriano barrio de San Ignacio. Apenas tenía cinco años, pero su apego por el balón le llevó a debutar con el Deportivo Alavés con poco más de dieciocho. La fotografía, el ciclismo o el ajedrez son sus grandes pasiones. Pero eso siempre que el fútbol le deja un espacio. No en vano, el sobrenombre le viene mejor todavía si se recurre a la versión laboriosa de una hormiga y también su capacidad para trabajar en equipo. Un trabajador incansable que tiene ya a las puertas de su granero el primer título de su Fútbol Club Barcelona y que aspira a repetir los éxitos de sus predecesores en el banquillo del Camp Nou con el gran reto de un nuevo triplete.
Valverde abandonó cuando era solo un crío su hogar de nacimiento cuando sus padres decidieron buscarse el pan en Vitoria. Un carácter nómada que se extendió también a su carrera profesional. Conoció seis clubes en su trayectoria como futbolista y lleva ya siete banquillos diferentes como técnico. Tras superar al maestro Clemente como el entrenador con más partidos oficiales en el Athletic y cuatro temporadas consecutivas consiguiendo clasificarse para competiciones europeas, decidió aceptar el reto de regresar como técnico a un Barcelona en el que ya fue jugador en las temporadas en las que se forjó el posterior Dream Team.
A las órdenes de Johan Cruyff, aunque jugando muy poco, consiguió sus dos únicos títulos sobre el césped, una Recopa y una Copa. Entonces, su salida fue seguida de una época de esplendor. Ahora, su llegada se asumió como un golpe de timón para regresar a la senda de los trofeos después de un agridulce final de la era Luis Enrique.
Parecía imposible que lo consiguiese tras un verano convulso. Los últimos títulos del Real Madrid, la derrota en la Supercopa ante el equipo de Zinedine Zidane y la abrupta marcha de Neymar a París oscurecieron todavía más el cielo sobre Can Barça. Todo hacía presagiar una temporada de sufrimiento a la sombra blanca. Pero mientras la cigarra se dormía en la gloria, la hormiga seguía con su trabajo callado.
En sus primeros partidos al frente del Barcelona, el fútbol del equipo de Valverde no enamoró a nadie. Su ventaja es que la comparación con la etapa de Pep Guardiola había quedado ya enterrada por Luis Enrique. En el Camp Nou ya no se exigía posesión, toque y virtuosismo. Con ganar era más que suficiente. Y sobre las victorias, algunas grises y con un punto afortunado, fue cimentando el crecimiento de su equipo.
Redibujó el técnico vitoriano el sistema tras la salida de Neymar, movió piezas para fortalecer el entramado defensivo y reinventó a Leo Messi, quien posiblemente se encuentra en el mejor momento de su carrera y eso no es decir poca cosa viendo su trayectoria anterior. Lejos de ser una obra de arte, convirtió el Barça en un martillo pilón. El legendario 4-3-3 dio paso al 4-4-2, apoyado en la absoluta normalidad que dan los triunfos. Uno detrás de otro, tras aquella fatídica Supercopa y hasta una reciente derrota ante el Espanyol que en nada le ha perjudicado en la Copa. Un serial victorioso que ha venido acompañado del crecimiento del colectivo y un nivel futbolístico que vuelve a recordar a las mejores versiones del club.
Valverde ya ha asegurado prácticamente la Liga recuperando así la hegemonía blaugrana de los últimos años; la hormiga trabaja para otro triplete. Avanza firme en la Copa, mientras que espera el regreso del gran reto que supone la Liga de Campeones.