Dolores Ibárruri soñaba con ser maestra; vocación que se vio frustrada por las dificultades económicas y, sobre todo, la oposición de su conservadora familia. No imaginaban los miembros de aquel clan minero de Gallarta, devotamente católico y tradicionalista, las lecciones que, desde las más diversas tribunas, acabaría impartiendo la octava de los once hermanos.

"Me preparaba para servir como criada o casarme y convertirme en la mujer de un minero, la larga historia de mi propia familia", rememoraba ella. Sirvió, en efecto, en adineradas casas, además de trabajar como costurera. Su experiencia como mujer asalariada, la desigualdad de oportunidades entre las diferentes clases sociales y un voraz apetito lector contribuyeron a la formación de su conciencia política.

Encontró una primera vía para canalizar su naciente ideario cuando conoció a su marido, el también minero y socialista Julián Ruiz. Pronto quedó claro que Dolores, firmemente comprometida con la acción política, no iba a encontrar fácil acomodo en el acostumbrado rol de ángel del hogar. La de mala madre fue solo una de las muchas acusaciones que recibió esta feroz militante que, al igual que su (no cuestionado) marido, pasó en la cárcel alguna que otra temporada.

Fascinada por la Revolución Bolchevique en Rusia, creyó hallar en las tesis marxistas el camino hacia la liberación de la clase obrera. Y fue durante la Semana Santa de 1918 cuando eligió, para su primer artículo en prensa, un seudónimo que acabó cruzando fronteras: Pasionaria.

Participó en la fundación del Partido Comunista Español, del que llegó a ser secretaria general y presidenta. Como parte de su militancia política, Dolores Ibárruri persiguió de forma explícita "la conquista de la mujer para la obra revolucionaria". En sus discursos argumentaba que "veinte siglos de dominación religiosa entenebrecen las conciencias femeniles", al tiempo que apelaba al "entusiasmo de las mujeres que amamos la vida libre de nieblas supersticiosas y sin cadenas que nos amarren a un pasado de esclavitud".

Candidata a Cortes en las elecciones de 1933, fue finalmente elegida en la cita con las urnas de 1936. Dueña de una vehemente y eficaz oratoria, se convirtió, antes, durante y después de la Guerra Civil, en una de las más influyentes voces en defensa de la República: "Todo el país vibra de indignación ante esos desalmados que quieren hundir la España democrática y popular en un infierno de terror y de muerte. Pero no pasarán", clamaba en un recordado discurso radiofónico emitido desde Madrid el 19 de julio de 1936.

Finalmente, pasaron; y ella tuvo que partir hacia un largo exilio en la Unión Soviética, donde asumió la reorganización política de los comunistas españoles.

La II Guerra Mundial se cobró la vida de su propio hijo, Rubén, quien, tras haber sobrevivido a la Guerra Civil, murió en Stalingrado, en 1942, combatiendo en las filas del Ejército Rojo. Las canas cubrieron de pronto el cabello de aquella mujer enlutada y crónicamente insomne, que ya había experimentado, no una sino cinco veces, "el más hondo de todos los dolores, el de una madre que pierde a su hijo".

Regresó a Madrid en 1977, y, con 82 años, fue elegida diputada por Asturias en las primeras elecciones democráticas. Falleció el 12 de noviembre de 1989, a punto de cumplir 94 años; irónicamente, el muro de Berlín había caído solo tres días antes. Muerta la mujer, nació -o se consolidó- el mito. El de la heroína de carismático liderazgo. El de la villana estalinista.

Nadie era más consciente que ella de sus contradicciones: "Pensé en ser religiosa y abandoné la fe. Quise ser maestra de niños y fui propagandista revolucionaria. Soñé en la felicidad y la vida me golpeó con dureza, en lo más íntimo, lo más entrañable. Creí en la victoria y sufrí con mi pueblo terribles derrotas".