La historia que hoy nos ocupa ocurrió en el año 1809, durante la dominación napoleónica de la península ibérica, y hay que tener en cuenta que, en los pueblos, existía temor a los bandoleros y ladrones que de vez en cuando hacían incursiones en las pequeñas poblaciones para apropiarse de cuanto podían, sin importar la violencia necesaria para conseguir el botín. El recelo, y por qué no decirlo, el miedo a cualquier forastero, propició el que pudieran ocurrir los sucesos que vamos a relatar, aun cuando pueda parecernos difíciles de creer.

Todo empezó una mañana calurosa del mes de agosto, cuando a la taberna de Uzkiano llegó un desconocido algo bajo y regordete, que rondaría la treintena y portaba una larga vara de fresno. Las descripciones que de él se hicieron en los juicios que sobrevinieron, hablaban de que llevaba una chamarreta al hombro y vestía calzón corto con delantal, chaleco con barras, medias lagarteadas, zapatillas negras y sombrero alto de copa, forrado de hule.

Ese día, y tras solicitar un trozo de pan, fue pidiendo uno tras otro, varios vasos de aguardiente, que eran ingeridos con avidez. La bebida había empezado a causar su efecto, cuando, de un modo autoritario, aquel desconocido pregunto por el alcalde del pueblo, quien casualmente se hallaba en el establecimiento. Se presentó como un temible salteador de caminos al que se le conocía como Zorrilla el de Nájera. La reacción de temor de cuantos allí se encontraban evidenció que habían oído hablar de él, pues más de un rostro se tornó pálido al instante.

Cuando quiso saber por el número de mozos y caballos que había en el pueblo, el regidor, balbuceante, respondió que tres de los primeros, y dos de los segundos, aunque estos últimos eran pequeños. El hasta entonces desconocido, afirmó que si eran pequeños, los caballos no le servían, pero que los tres jóvenes pasarían a formar parte de la partida de cuatrocientos hombres, que estaban esperándole en la Chaparca, para luchar en la causa española contra los franceses. Dicho esto, advirtió que regresaría a las tres de la tarde a por ellos, tras lo cual marchó en dirección a Ventas de Armentia, por supuesto, sin abonar la consumición que había realizado.

A la hora señalada, los asustados muchachos se encontraban formados junto a la iglesia, y cuando aquel hombre les ordenó que le siguieran lo hicieron sumisos, sin que nadie, ni siquiera las llorosas madres que habían acudido a despedirles, se atrevieran a protestar. Iniciaron el ascenso hacia Imíruri, donde se encontraron con el párroco. El sacerdote que no se sintió alarmado, pues conocía a los mozos de Uzkiano que acompañaban al hombre, salió a su encuentro para saludar a quien les encabezaba. Este volvió a presentarse como Zorrilla, y exigió que le sirviera "de ese vino que bebe el Páter", petición que fue solícitamente atendida por la criada del cura, mientras el religioso corría a buscar al alcalde. Tras las consabidas amenazas y requisitorias de mozos, el responsable de aquel pueblo indicó que había cinco, pero que dos de ellos eran seminaristas. Sin amilanarse, Zorrilla afirmó que estos "servirán para rezar letanías cuando fuese día de zafarrancho".

El alcalde fue en busca de los muchachos, pero como no debió de hacerlo con la presteza esperada, recibió dos fuertes varazos en la espalda y la amenaza de acabar colgado en un roble "bailando un zapateado en el aire". El bandolero, antes de irse, accedió a entregar un recibo que entregó al sacerdote, y en el que, textualmente, escribió con letra casi ilegible Yo Do Juan de Zorrila, y/o de Nájera, aber llevado cinco mozos deste pueblo Mirari. Yo Do. Juan el 1º Zorrila.

En Ochate reclutó a un nuevo muchacho, y de allí se encaminaron hacia Ajarte. Por el camino se encontraron con un hombre que se dedicaba a vender carne por la zona, y que también se dirigía a Ajarte a devolver el caballo al sacerdote de dicho pueblo. No dudo el bandolero en exigirle que le entregara su mula y aquel jamelgo, a lo que el pobre repartidor accedió, consolándose en haber conservado las piezas de carne que portaba en el carro.

Había anochecido ya cuando alcanzaron el pueblo de Ajarte. Y una vez localizaron al regidor, pidió trece cuartillos de vino antes de exigir que se presentaran todos los mozos del pueblo. Siete nuevos jóvenes se sumaron a los nueve que ya le seguían, aunque uno de ellos pudo librarse de ser reclutado por ser tartamudo y considerar Zorrilla que solo sería un estorbo. Uno de aquellos muchachos, que era tuerto del ojo izquierdo, se adelantó para pedir ser eximido también, pues su tara era mucho más acuciante, pero, en contra, lo que consiguió fue enfurecer a Zorrilla, que pidió que fueran a buscar a un sacerdote que le confesara, pues allí mismo se le iba a ejecutar por cobarde. Por fortuna, las suplicas de los presentes consiguieron apaciguar los ánimos, y todo quedó en un susto.

Sin embargo, aquel incidente fue aprovechado por cinco de los reclutas que huyeron corriendo amparándose por la oscuridad. Cuando el resto de los chavales se dieron cuenta de aquella deserción no dudaron en seguir su ejemplo. A la mañana siguiente, los rumores sobre lo ocurrido habían ido corriendo de boca en boca, y un numeroso grupo de labriegos se juntaron para localizar al bandolero y aclarar las cosas, pues intuían algo extraño en los sucesos del día anterior.

Lo localizaron en el pueblo de Gámiz, roncando despreocupadamente junta a la tejera, y, tras despertarle, se descubrió que, en realidad, aquel hombre se llamaba Juan Idígoras, un vecino de la calle Nueva de Vitoria que trabajaba en la fábrica de naipes de Juan Manuel Hormilugne y que el día anterior había huido de su casa, ya que su mujer le pegaba por su afición excesiva al vino.

Lo que en un principio había comenzado como una treta para no tener que pagar el aguardiente en Uzkiano se le había ido de las manos, y, armado solamente con una vara, había conseguido hacer temblar, no solo a los cinco pueblos por los que pasó, sino también al resto de los de Treviño, que temían ser los siguientes en recibir su visita.

Finalmente fue entregado a las autoridades, y juzgado por enemigo del catolicísimo rey que Napoleón nos deparará, pues el fiscal solicitó pena de muerte al considerar que verdaderamente estaba intentando crear un ejército para luchar contra los franceses, pero, tras demostrarse que se trató de los delirios de un borracho, acabó condenado a diez años de cárcel en la prisión de Vitoria.

Por su parte, el auténtico bandolero Zorrila el de Nájera, cuyo nombre era Francisco de la Cuesta, fue detenido tiempo después y purgó sus propios delitos en la cárcel de Santo Domingo de la Calzada.