el etnógrafo aguraindarra Kepa Ruiz de Eguino presenta un nuevo fruto de su actividad investigadora, desempolvando el recuerdo de unos hechos que ocurrieron hace ya más de sesenta años en la Llanada, pero que tuvieron sus ramificaciones en Irun, París y Londres, aunque el asunto se inició nada más y nada menos que en Sevilla. Esta historia, según desvela Ruiz de Eguino, comenzó en el mes de junio del año 1953, cuando Máximo Gómez, un empleado de Renfe que ejercía de guardavías, estaba trabajando en el túnel próximo a la localidad de Ezkerekotxa. Allí encontró diversas joyas diseminadas por la vía férrea, que pasa a unos cuatrocientos metros al sur del pueblo, donde hay un apeadero en el que ya no paran trenes. A escasos doscientos metros, en dirección a Vitoria, se encuentra la boca de un túnel, que tiene medio kilómetro de longitud. Fue allí, donde Gómez encontró aquellas joyas, algunas de las cuales vendió y otras regaló.
Como es natural, aquella repentina riqueza del guardavías no pasó desapercibida en Salvatierra y Máximo no pudo o no supo mantener el secreto. En consecuencia, la vía del tren, a su paso por el túnel de Ezkerekotxa e incluso más allá, se vio frecuentada por gentes que buscaban joyas “como si buscaran caracoles”, tal como comenta el etnógrafo.
En una sociedad tan controlada como la de aquellos años, aquella repentina abundancia de joyas no pudo pasar desapercibida para las fuerzas de orden público, que no tardaron en investigar el asunto. Varios vecinos fueron detenidos y llevados a declarar a comisaría. Ente ellos al relojero de Agurain Máximo Preciado, quien había comprado algunas joyas a su tocayo el guardavías. También fueron llamados a declarar varios vecinos, los cuales habían querido hacer diversas compras pagando con joyas, también a un sastre a quien habían querido abonar un traje mediante una cruz episcopal con piedras preciosas. Para entonces la noticia ya había salido en los periódicos, de tal manera que el guardavías empezó a ser consciente de la gravedad del asunto. Así es que, aconsejado por un amigo, decidió entregar las joyas que le quedaban en la comisaría de Vitoria.
Pero no todas. Se quedó con tres sortijas de oro, dos aretas y dos broches también de oro, un solitario de caballero, una sortija de platino y oro con un brillante y otras piezas de menor valor, con las que se trasladó a Irun para venderlas al joyero Enrique Antonio Quesada por 775 pesetas, un precio muy inferior a su valor real. Para entonces las investigaciones habían avanzado y la Policía ya sabía que las joyas procedían de un robo, cuyo autor ya había sido detenido. Fue al leer esa noticia en el periódico, cuando el joyero de Irun, a quien ya le habían extrañado las características de las piezas, se dirigió con ellas a la Policía, si bien se quedó él también con algunas. En aquella época los joyeros debían llevar un llamado Libro de Asiento, en el que tenían la obligación de consignar todas las joyas que pasaban por sus manos, pero Quesada no lo hizo así con todas las joyas que había comprado a Gómez.
El día 15 de marzo de 1953, un joven de 17 años, de nombre Emilio García Gómez, había perpetrado un robo en la capilla de la Virgen de los Reyes de la catedral de Sevilla. Permaneció algún tiempo escondido pero, temiendo ser descubierto, decidió trasladarse con su botín al extranjero. Le ayudó en su huida un platero, de nombre José Ruiz Domínguez, quien además le compró algunas joyas. García Gómez viajó primero a Madrid, donde cogió el Talgo con destino a Irun el día 11 de junio. Nada más pasar Vitoria entró en el vagón un policía que le pidió la documentación. Emilio, asustado, entró en el aseo con una bolsa en la que llevaba un bocadillo y un termo que contenía las joyas que había robado. Una vez echado el pestillo, arrojó al pasar por el túnel de Ezkerekotxa la mayor parte de las joyas por el retrete, acaso con la intención de volver más adelante a por ellas, excepto algunas que escondió en el bocadillo y en su ropa interior. Según desvela Ruiz de Eguino, puede leerse en la sentencia judicial que “el ladrón pinchó y pendió las joyas en los calzoncillos, al sitio de la entrepierna”.
Las cosas se le complicaron a Emilio García, ya que al llegar a Irun le faltaba algún trámite en el pasaporte, por lo que no pudo cruzar la frontera hasta el día 22, llegando ese mismo día a París, donde se alojó en una casa donde vivían un español, llamado Alberto Domínguez, y Rosa Aranovici, una pintora polaca.
En París conoció a un tal Kenneth George Brayley, a quien debió desvelarle sus aventuras, quien le organizó un viaje a Londres, donde le ayudaría a vender el botín. El inglés viajaría primero, preparándole el terreno a García Gómez, que debía ser muy comunicativo, ya que además había hecho sabedores de sus andanzas a sus compañeros de piso, a quienes les habría dado algunas piezas, con las que se fueron a la Gendarmería para denunciarle. De esa manera, Emilio García fue detenido por Scotland Yard en Londres el 22 de julio, siendo entregado a la Policía española.
Entretanto, el relojero de Salvatierra había vendido un pendiente -que había comprado al guardavías por 400 pesetas- a una corredora de alhajas vitoriana, llamada Filomena Mendoza, por 1.100 pesetas, quien la revendió por 1.700. Una tasación posterior la valoró en 10.000. Mendoza se dio cuenta de que había hecho un mal negocio, intentando que el comprador, de nombre José Sciortino Crisi, le devolviera el pendiente. Para ello convenció a un amigo suyo, Gregorio Villarreal, para que se hiciera pasar por el dueño de la joya, alegando que había habido un error y que ésta valía mucho más que las 1.700 pesetas pagadas. Al final, tras muchos regateos, Mendoza pudo obtener 2.000 pesetas.
Pérdida por el camino El total de las joyas robadas fue valorado en 560.885 pesetas de la época. Las recuperadas se tasaron en 470.085 pesetas, por lo que casi 100.000 en joyas se perdieron por el camino. La Policía detuvo por este caso a siete personas. El juicio no se celebró hasta casi ocho años después, dictando sentencia la Audiencia Territorial de Sevilla el día 30 de enero de 1961. Previamente, el Ayuntamiento de Sevilla, en desagravio por lo ocurrido, había concedido a la Virgen de los Reyes la Medalla de la Ciudad.