De puntillas, con un ojo puesto en el fondo y otro en su espalda, un hombre provisto de un gancho hecho con mucha imaginación y muy pocos recursos busca en el contenedor algo que llevarse al zurrón. Trabaja silente, huyendo de la mirada y del reproche. Como un fantasma urbano que no quiere ser visto y que, quizá en demasiados casos, tampoco se quiere ver.

Esta historia sucede en Vitoria. Una ciudad que hoy se posiciona ante el fuego prendido por el cóctel que forman ayudas sociales, inmigración y fraude, agitado y también revuelto. Una ciudad que hoy hace un doctorado en RGI, AES y otros argumentos de debate mientras elige bancada preelectoral. Una ciudad ésta donde cualquier día cualquiera puede cruzarse con personas como Ramí, que viven (malviven, sobreviven) ajenas a todo este ruido, porque ni siquiera sueñan ya con acceder a esas ayudas. Aunque no faltan quienes cuelgan de su cuello el sambenito de defraudador sin saber que hace años dejó de cobrarlas y que hoy sólo puede buscarse la vida buceando en el abismo. Lejos del manto institucional. Tratando de hallar su sustento diario entre lo que otros desechan.

El último estudio elaborado por el Gobierno Vasco sobre las personas en riesgo de exclusión social calcula que en Euskadi son ya casi un 20%. Dos de cada diez. Un porcentaje escalofriante que se traduce en indicativos tan salvajes como el que sigue: casi un 11,7% de los niños vascos viven en hogares que no pueden cubrir sus necesidades básicas. Y así, qué remedio queda que buscarse la vida cómo y dónde sea.

Al oír una voz que le llama insistente, Ramí deja por un momento su labor. Saca los hombros del contenedor que le engulle. Se yergue. Se recompone, y entre sorprendido y receloso intenta entender qué quiere el desconocido de él. No es de extrañar. Gobiernos como el de Ana Botella persiguen esta actividad con multas de hasta 750 euros. No obstante, Ramí enseguida acepta cortés un té caliente, sonríe y consiente en que se escuche su voz.

Su historia comienza en el norte de África, de donde salió hace unos años. “Creo que cinco”, dice tratando de hacer memoria. Cuando llegó a la capital alavesa estuvo trabajando en lo suyo, la construcción. Pero eso fue hace ya tiempo. Demasiado.

En cuanto la burbuja se pinchó se vio en la calle. Y esta crisis vende caras las oportunidades. “Buscaba y busco, pero nada. Alguna cosita, chapuzas. Trabajo hasta por comida”, dice. Cuando se agotaron sus pocos ahorros se vio obligado a dar este paso. A buscar hasta encontrar para poder seguir aferrado a su sueño europeo. “No renuncio a volver a trabajar aquí. Es lo único que quiero”, dice. Pero hasta entonces hay que poner un plato en la mesa. Como sea. Así que se ha buscado este trabajo. “No me gusta pedir”.

Hoy la pesca no se ha dado del todo mal. Ha encontrado algo de metal que venderá como chatarra. Pero el otro día fue mejor. “Encontré una impresora nueva. ¡Una joya!”, sonríe, y explica que sale más caro cambiar los cartuchos que comprar otra. Al fin y al cabo no está tan fuera de juego. Así que intentará venderla en alguna tienda de segunda mano. “O a algún vecino”, se propone pensando en voz alta.

El té se ha terminado y debe seguir con su ruta así que llega la despedida. Desgraciadamente hay muchas otras personas como Ramí. “Y ya no inmigrantes sólo. Gente de Vitoria de toda la vida”. Claro. El paraguas familiar dura lo que dura. En Puente Alto, a las afueras de Adurza, está la casa de acogida de la asociación de acogida Bultzain. Y allí se encuentra Arturo, uno de sus inquilinos. Explica cómo a él también le ha cambiado la vida tras perder su trabajo, su casa, sus amigos... Su “vida normal”.

Allí conviven cerca de 40 personas que han formado una pequeña familia. Ellos no tienen que buscar en los contenedores. Hoy están preparando una humilde sopa que huele que alimenta y que completarán con los pintxos que les han guardado en un par de bares amigos. Pero conocen esa realidad de cerca. “Los que se dedican a eso están haciendo lo último que pueden para no tener que robar. Son personas que se han hundido, que no encuentran forma de reciclarse y que son sistemáticamente excluidas del sistema”, explica Arturo, y le llevan los demonios cuando busca responsabilidades políticas.

El padre en esta casa es Satur García; un hombre verdaderamente dedicado a los más necesitados que ha hecho de esta cruzada su vida. “Los que nos gobiernan pasan totalmente del pobre. Se llenan la boca de palabras bonitas pero no actúan. Y cuando lo hacen, a veces es hasta peor, porque para poner palos en las ruedas...”.

Hasta hace no mucho recibían la comida que sobraba de una ikastola, pero les prohibieron hacerlo sin tener el visto bueno de Sanidad. Es sólo un ejemplo pero refleja un drama. Pese a que el gran trabajo de los bancos de alimentos ha abierto brecha y logra sacar del contenedor buena parte de la comida que antes acababa tirada, en un Estado en el que se pasa hambre, aún se desperdician al año 7,7 millones de toneladas de alimentos. Muchas por no cumplir estándares estéticos, muchas por problemas de envasado... Y quienes trabajan sobre el terreno lamentan que los gobernantes no actúen. “No vale con quedarse en el aquí todo va bien”, dice García. “Hay tanto por hacer...” exclama triste. Y sentencia: “en vez de crear problemas como el que Maroto está alimentando con las RGI, deberían dejar los intereses electorales de lado, sentarse con nosotros y colaborar”.

Cuando García habla de “nosotros”, sale a relucir el bastión que combate en la calle a la exclusión social. Sale a relucir el trabajo del tejido asociativo. El que a diario tejen asociaciones como Berakah. En lo alto de la colina medieval se encuentra Fidel Molina, su alma mater, que lamenta tener que estar atendiendo a “más gente que nunca”. “El en Vitoria no se pasa hambre es un mantra muy de aquí. Nos cuesta darnos cuenta de que hay necesidad, de que hay pobres. Y eso nuestros políticos lo alimentan. Teníamos que ser una herramienta de trabajo para ellos, pero cuando denunciamos una situación, cuando les dices que estamos atendiendo a más de 4.000 personas, en vez de sentarse con nosotros a ver qué podemos hacer todos, se cierran en banda, se sienten amenazados y niegan la mayor. Como si admitir lo que pasa fuera como descubrir que no están haciendo bien su trabajo”. Y su discurso se superpone al de Satur. “Sólo de cuatro o cinco colegios se van a diario unos 200 menús a la basura; sólo con repartir bien lo que nos sobra sería más que suficiente”, concluye. Y explica que están dejándose los sesos para ver qué pueden hacer al respecto. “Hay un proyecto en Barcelona con el sello de Sanidad y todo que trabaja sobre congelados de restaurante. A ver aquí. Estamos negociando, peleando ante las mil pegas que nos ponen. No sé. Lo de los coles se podía repartir en unas horas, ¿no?”, piensa en voz alta mientras se le ilumina la mirada.

“Pero ¿qué estamos haciendo mal?”. La pregunta obligada se la hace Sergio Hinojo, de la asociación Bizitza Berria, también entregada a ofrecer una vida nueva a quienes han visto cómo se les desmoronaba la vieja.

Como Satur y Fidel, Sergio no entiende el “absoluto desinterés” que muestran los gobiernos ante quienes han quedado excluidos del sistema. Quienes no cuentan con RGI, ni con AES. Quienes se ven ante el abismo de la brecha social. “No es normal que destinen una pequeña partida y crean que con eso ya está; que se den por satisfechos y no hagan seguimiento ni mantengan una línea de colaboración con las entidades que trabajamos sobre el terreno”, dice. “Promulgan una ley y se esconden detrás de ella”, coincide Fidel. “No tienen ninguna consideración con el desfavorecido, cuando no optan directamente por criminalizarlo”, concluye Satur, que recuerda cómo un simple tropezón administrativo -como perder un plazo, no ir a firmar a tiempo...- puede privar de las ayudas casi para siempre.

¿Pero por qué actúan así? Simple. Porque estas personas no dan votos. Porque si invisibilizas su situación el problema parece que se acaba y no empaña ninguna bonita postal. “Estamos generando un mundo indigno. Un buen político debería apostar por el que peor está. Una ciudad que mira por el bienestar de los que están bien y se niega a ver a los que están mal me hace sentir vergüenza”, confiesa Molina.

Y es que la vergüenza es un término que sobrevuela todas las charlas. En un sentido o en otro. Por un lado, quien se ve empujado a rebuscar entre la basura tiene que hacer frente a la mirada de reproche de una sociedad a la que no le gusta advertir sus miserias. Aunque “esa vergüenza dura lo que tarda en ahogar el hambre”, apunta García. Pero por otro lado, vivir en una realidad en la que “los ricos necesitan que haya pobres para poder seguir siendo ricos”, lo cierto es que también sonroja, concluye Molina.

Mientras esta rueda gira, personas como Ramí seguirán tratando de pescar en la basura esa “joya” que les permita mantenerse a flote un día más. Y personas como Satur, Sergio y Fidel, pero también Juan, que cada semana deja Bultzain de madrugada para salir con Cruz Roja a ofrecer bocadillos y mantas a quienes ni siquiera tienen techo, o Gorka, o Asier, o los tantos y tantos héroes anónimos que pueblan nuestras ciudades, seguirán sosteniendo callados esa red que impide que quien caiga se estrelle ante la mirada de unas instituciones siempre obligadas a hacer más y la autocomplacencia de esta saciada sociedad. Sus puertas están siempre abiertas. Y cada gesto, cada mano amiga, cuenta.

riesgo. Dos de cada diez vascos están en riesgo de exclusión social. Casi un 12% de los niños vive en hogares que no pueden cubrir sus necesidades básicas.