a prudencia abandonó Akad... El buen sentido se transformó en locura... Enlil, la ola devastadora que no tiene rival, alzando los ojos hacia las montañas hizo descender de ellas un pueblo que no tolera ninguna autoridad; los kuttim cubrieron la tierra como langostas... el heraldo no pudo seguir su viaje; el marinero no pudo hacer navegar su barco; los salteadores se instalaron por todos los caminos; las puertas que cerraban las murallas se trocaron en arcillas; todos los países vecinos se pusieron a conspirar tras las murallas de sus ciudades... los grandes campos y praderas ya no dieron más grano; las pesquerías no dieron más pescado; y los jardines irrigados ya no dieron ni miel ni vino”.

Una de las siete tablillas que componen La maldición de Akad, recogida por Samuel N. Kramer, hace referencia a la digestión que cabe esperar de la receta política consistente en utilizar gratuitamente la fuerza. Esta lección fue tallada en arcilla hace 4.000 años: “No se ayuda a golpes”. La guerra en Afganistán estaba perdida desde que empezó porque toda guerra es una empresa perdida: sangrante y destructiva, socioculturalmente gravosa y económicamente ruinosa. Una cosecha maldita que en veinte años ha dado cinco frutos tóxicos: 1.- Proliferación de guerras de agresión no declaradas. 2.- Ejecución de guerras sin objeto. 3.- Transgresión internacional de derechos humanos. 4 .- Subsistencia de la corrupción., 5.- Apocalíptico rédito de muerte y destrucción.

Tras el 11-S, George W Bush eligió fomentar el odio en lugar de promover la paz. No consiguió que el Congreso declarase la guerra, pero fue mucho peor: “las autorizaciones para el uso de la fuerza militar” contra Afganistán e Irak han permitido a tres presidentes llevar a cabo guerras zombi que se prolongan aun después de haber terminado, como la presencia armada en Afganistán durante dos décadas. Esta forma “fácil y cómoda” de perpetuar guerras de agresión constitucionalmente viables ha facilitado acciones militares ilegales con propósitos completamente desligadas a su origen, no solo en Afganistán e Irak, sino en todo el Medio Oriente e incluso en África. Una maldición que nos condena a la guerra eterna. Lo dijo Orwell, las guerras no se ganan, se continúan.

Bush, Rumsfeld y Powell mintieron sobre los vínculos de Al Qaeda en Irak y la existencia de armas de destrucción masiva. El problema fue que, tras ocupar Irak, nadie sabía qué hacer... porque descartada la existencia de armas nucleares y los pretendidos vínculos con el terrorismo islámico, no había objetivo a largo plazo ni plan estratégico alguno; y la guerra únicamente sirvió para enriquecer a unos pocos a costa de los demás: otra maldición.

No fue el deseo de hacer justicia lo que originó la guerra, sino la venganza. En casa, el Patriot Act y el programa Estelar Wind convirtieron la “seguridad nacional” en una excusa para transgredir derechos humanos. Fuera, los padrinos de la Operación Justicia Infinita nunca previeron que tras unos pocos días de guerra se harían cientos de prisioneros, y “administrar justicia se convirtió de un día para otro en un problema” en el que nunca habían reparado. ¿Qué hacer con ellos? Se decidió precipitadamente trasladarlos a Guantánamo, “un equivalente legal al espacio exterior”. Se violó hasta la extenuación la Convención de Ginebra y las “técnicas de interrogatorio optimizadas” demolieron el habeas corpus: Más de 780 personas en prisión sin cobertura legal, sin plazos procesales, y torturadas. La prisión de Abu Grahibes el símbolo de los abusos en Irak.

La captura y asesinato de Bin Laden no fue sino un linchamiento. Sólo dos personas han sido condenadas en virtud de la Comisión Militar de 2006 y 2009, el equivalente legal a un esqueleto procesal, pero nadie ha sido juzgado y sentenciado aún por el 11-S, que era la supuesta justificación de la guerra. Peor aún, un juicio justo de Khalid Sheikh Mohammed y otros arquitectos del ataque a las torres gemelas es imposible, ya que las pruebas se obtuvieron mediante tortura. Pero no se puede permitir que sean absueltos, de modo que “habrá que volver a retorcer la forma de hacer justicia”... para “poder condenar” a los culpables. Esta parodia del sistema internacional de administración de justicia supone una tercera y terrible maldición.

La paz no se impone, se construye. La ocupación militar no legitimó ni social ni políticamente la paz y el gobierno provisional financiado desde el Banco de Kabul se convirtió en lo único que podía ser: un pútrido régimen al vaivén de los excesos del presidente Karsay, convertido en faraón. Era predecible, porque introducir un enorme chorro de dinero en un país azotado por la guerra, desintegrado socialmente y sin medios, genera niveles de corrupción proporcionales a la inversión. Tal como lo ha descrito Sarah Chayes, esta política fue una mezcla de fraude, abuso, ignorancia y estupidez.

Sabíamos desde 2003 que la socialización de la violencia mediante el armamento de la población civiles la principal causa del déficit de cultura de paz en la región, pero lo ha dicho hace poco el general Michael T Flynn: el principal resultado estratégico de la presencia militar en Afganistán ha sido el reforzamiento de los grupos islámicos más extremos, que ahora son más, y más fuertes que nunca. Después de 20 años, los talibanes han tomado Kabul en 15 días y su gobierno será un caldero de terror. La cuarta maldición: la violencia sólo ha sabido generar violencia.

La retirada era la única opción desde el día cero. Tal como lo ha descrito Michael Moore en el programa The Beatde Ari Melber, recordamos a los presidentes por declarar guerras, pero Biden será reconocido por terminar la guerra más larga en la historia de EEUU. Mitch McConnell ha asegurado que retirarse ha sido un error, “porque Estados Unidos estaba ganando la guerra, ya que apenas se habían perdido 2.448 soldados frente a más de 66.000 afganos muertos”... Este senador no sabe dos cosas: que la expresión “ganar una guerra “no tiene significado, y que los afganos son seres humanos. Se han perdido más de 170.000 vidas en Afganistán y la guerra de Irak suma otros cientos de miles de muertes; hay que añadir a este tétrico saldo más de un millón de refugiados. La inversión en este horror asciende a más de 300 millones de dólares diarios durante 20 años. La quinta maldición.

Con una mínima porción de lo invertido en guerra se podría haber construido algo sin necesidad de destruir nada, y los muertos estarían vivos. Lo dijo Eisenhower en 1956, “cada arma que se fabrica, cada buque de guerra lanzado, cada misil disparado no es sino un robo”. Y rubricó, este mundo en armas no sólo gasta dinero, gasta el sudor de sus trabajadores, el genio de sus científicos y, las esperanzas de nuestros hijos. El costo de un bombardero equivale a la construcción de 30 escuelas, a dos plantas de energía eléctrica capaces de servir dos ciudades de 60.000 habitantes, a dos hospitales totalmente equipados. Un combatiente cuesta medio millón de cahíces de trigo, un destructor viviendas para miles de personas... “Esto no es en absoluto, en el verdadero sentido de la palabra, una forma de vida. Bajo la nube de una guerra amenazante, es la imagen de la humanidad colgada de una cruz de hierro”.

Pero luego él y todos los demás se olvidaron. Y el buen sentido se transformó en locura.