- Los asesinatos del jesuita vizcaíno Ignacio Ellacuría y de sus compañeros en 1989 fueron ordenados por la cúpula militar con la implicación del expresidente Alfredo Cristiani. Inocente Montano es el primer alto mando condenado ante lo que fue "terrorismo de Estado". Un relato que pone fin a 31 años de impunidad y quiebra la historia oficial de El Salvador.

Porque la sentencia del tribunal español despeja todos los interrogantes de una masacre orquestada por los responsables de las más altas estructuras del poder en El Salvador, ninguno de los cuales se sentó en el juicio que se celebró en el país centroamericano en 1991. Pero ahora se abre un nuevo escenario.

En la Audiencia Nacional solo se sentó un acusado, Montano. Pero de facto le acompañaba todo el alto mando salvadoreño, porque el fallo del tribunal despeja el camino para la reapertura del proceso penal contra los autores intelectuales de la matanza, una decisión en manos de la Corte Suprema de Justicia de El Salvador.

Los asesinatos "fueron urdidos, planeados, acordados y ordenados por los miembros del Alto Mando de las Fuerzas Armadas", estos son: el expresidente Alfredo Cristiani, el ministro de Defensa, Humberto Larios; el viceministro de Defensa, Juan Zepeda; el viceministro de Seguridad Pública, Inocente Montano; el Jefe del Estado Mayor, René Ponce; y el subjefe de Estado Mayor, Gilberto Rubio.

Su rol en la masacre es mayúsculo. Mientras se consumaba la matanza, estuvo reunido con la cúpula castrense en dependencias militares desde donde podía escuchar los disparos. No regresó a su residencia hasta las 02.33. El batallón volvió a su acuartelamiento las 03.00 horas.

El tribunal le sitúa en el grupo "estable y permanente" que mediante "la utilización de la violencia y la comisión de graves delitos, que causaron la alarma, alteración grave de la paz y la convivencia ciudadana, cercenando el camino hacía el diálogo y la paz, con el único fin de perpetuar sus privilegiadas posiciones, cometieron los asesinatos". El Salvador denegó su extradición.

Como era vox populi en El Salvador, la responsabilidad del crimen no se agotaba en el director de la Escuela Militar, Guillermo Benavides, un mando medio que es el único condenado en aquel país.

Una decisión de esta envergadura no pudo hacerse sin contar con los propios aparatos del Estado, "lo que comúnmente viene a denominarse como 'terrorismo desde el estado" que se fragua y desarrolla en el seno del Alto Mando, al que pertenecía Montano.

Ignacio Ellacuría era el mediador para la paz, posición tolerada por el propio presidente. Pero el fin de la guerra tenía un coste inasumible para la cúpula militar, cuyos miembros temían que en la negociación se les privase de sus privilegios, pues una de las líneas pasaba por la depuración de las Fuerzas Armadas. Así fue como un sacerdote y rector de la universidad más prestigiosa del país paso a ser considerado "enemigo" y la Tandona comenzó "a plantearse la conveniencia de acabar" con su vida.

Llegó la tarde del 15 de noviembre. Ponce, en presencia de Zepeda, Montano, el general Rafael Bustillo y el coronel Francisco Elena Fuentes, ordenaron a Benavides "ejecutar tanto a Ignacio Ellacuría como a quienes se encontrasen en el lugar, sin importar de quiénes se tratase, a fin de que no hubiera testigos de los hechos".

Se eligió un comando, acorde a la magnitud de la operación. "Unos cuarenta soldados, pertenecientes a un batallón de elite de la Fuerzas Armadas, entrenados por el ejército de los EE.UU., fuertemente armados y equipados, sin que las víctimas tuviesen ninguna capacidad de defensa, pues se encontraban durmiendo, fueron llevados a un patio y allí, tras ordenarlas ponerse tumbados boca abajo, se les descerrajaron disparos de fusiles de asalto AK 47 y M -16". Fueron asesinados seis sacerdotes jesuitas, una mujer y su hija de 15 años.

La sentencia es por unanimidad y está vertebrada en los informes periciales, especialmente el de la Comisión de la Verdad para el Salvador de la ONU, así como en un manuscrito de Benavides. Pero también en el testimonio de los testigos, especialmente en uno.

La sala considera vital aquel del exteniente René Yusshy, que reconoció su participación en los hechos al ser testigo directo de los asesinatos, ya que Benavides le ordenó acompañar al batallón. Su declaración sin ambigüedades ni contradicciones, lógica, objetiva y persistente es "prueba suficiente" para sentenciar a Montano.

Condenado a 133 años y cuatro meses de prisión, el tribunal fija un cumplimiento máximo de 30 años, a lo que hay que restar el tiempo en prisión provisional en España, desde 2017, y lo que pasó en Estados Unidos mientras resolvía su extradición, dos años. Le quedarían 25 años. Pero a sus 78 años y en silla de ruedas (era trasladado al juicio en ambulancia), su horizonte en prisión es una incógnita.

Su actitud, arrepentimiento y enfermedad (diabetes y cáncer de vejiga) serán determinantes para un futuro tercer grado y acceso a la libertad condicional. En su contra pesa la pena y los delitos, muy graves, cinco asesinatos terroristas.

Todas las miradas apuntan ahora a El Salvador. A sus políticos y jueces toda vez que la sentencia supone una revisión histórica de uno de los sucesos más trágicos de la guerra civil. La Corte Suprema de Justicia debe pronunciarse sobre la reapertura del proceso, acordada en 2018 a petición de la Compañía de Jesús, tras anulase la ley de amnistía. En caso de acceder a ello, la Fiscalía salvadoreña sería la encargada de poner nombres sobre la mesa.

Solo así se podría enmendar aquel juicio de 1991 lleno de irregularidades tras una investigación protagonizada por el encubrimiento institucional. Ningún alto cargo político ni militar fue siquiera perseguido por la Justicia. Hoy, existe una puerta.