el escenario político creado tras la moción de censura está por escribir. En plena efervescencia tras la puesta de largo del nuevo gobierno liderado por Sánchez, su proyección sobre Euskadi ofrece prueba de que el impacto de la pérdida del poder sobre el PP ha sido brutal; no puede de otro modo comprenderse la nota del PP de Bizkaia anunciando la ruptura del acuerdo presupuestario con el PNV en el municipio de Getxo, donde lleva hasta el extremo su estado de enfado aludiendo a que los trabajos de la Comisión parlamentaria sobre autogobierno “cumplen cánones de raza aria”.
Tras esta triste y lamentable anécdota dialéctica se esconde la tentación (y el riesgo) de abanderar la estrategia de la confrontación y de la indignación. La revancha, la venganza es como un boomerang político que más pronto que tarde se vuelve contra el que lo esgrime. Las energías negativas movilizan siempre más que las positivas -es decir, las de construcción responsable, incluso desde la oposición-. Algo de eso sabe el PP, que, cabe recordar, tras perder el poder en Madrid tras los atentados del 11-M se sumó al carro de la crispación, como despechado al que hubieran robado la silla presidencial. El resultado fue entonces una oposición caótica, sin rumbo, basada en la descalificación permanente, en el mobbing o acoso político, y ese ruin modelo político se volvió contra quien lo esgrimió, en una acabada demostración de nihilismo político tan estéril como autodestructivo.
Si extrapolásemos la teoría del “duelo”, del “dolor ante la pérdida” a los estados de ánimo de quienes, como el PP, se han visto desbancados del poder o los que como Ciudadanos ven cómo pierden la capacidad de liderar la oposición, apreciaríamos cinco fases: la incredulidad inicial -muchos no creían posible el escenario de Gobierno socialista ahora ya materializado-, la añoranza y el enfado -ambas fases unidas provocan un resquemor que nubla la reflexión serena-, la depresión -etapa en la que probablemente estén instalados, políticamente hablando, buena parte de los dirigentes políticos del PP-, y, según los técnicos en la materia, faltaría finalmente la etapa de aceptación.
¿Y qué cabe esperar del nuevo Gobierno? Para tener buen juicio en política hay que empezar por reconocer los errores. Mirar al pasado con verdadero sentido de la autocrítica supondría repensar la ausencia de toda voluntad orientada al pacto entre diferentes, exigiría acabar con una legislación de excepción y una política penitenciaria anclada en la venganza y no en la justicia y debiera conducir a orientar los esfuerzos hacia una nueva forma de entender las relaciones entre el Estado y Euskadi que superen viejas tutelas y se basen en el reconocimiento de la realidad nacional vasca.
Dirigir un gobierno debe traducirse en la práctica en tratar o intentar tomar decisiones adecuadamente. Liderar un país es otra cosa: supone hacer, materializar de verdad esas decisiones adecuadas. Saber qué está bien, qué corresponde realizar como acción de gobierno y no hacerlo implica falta de coraje. La autoridad moral, la credibilidad social, la “auctoritas” de un dirigente político deriva entre otras cosas de esas dosis de coraje que le ayuden a superar lo aparente, lo formal, el mero deseo de quedar bien, el pseudomovimiento -girar y girar sobre sí para llegar al mismo sitio de partida-. Ojalá asistamos a un cambio de ciclo, al inicio de una nueva cultura política anclada en el pacto, en el dialogo y en la responsabilidad, términos que utilizó el nuevo presidente del Gobierno español, Sánchez, en la sesión parlamentaria de la moción de censura que dio origen a este nuevo y catártico escenario.
Si se quiere evitar conflictos e incomprensiones el principio fundamental que debe regular las relaciones políticas es la negociación. Sin complejos y siendo capaces de trasladar a la sociedad un proyecto que supere la coyuntura de lo que queda de una legislatura especialmente compleja por el contexto parlamentario y por la sensación de interinidad que Gobierno socialista tiene que intentar superar. El reto merece la pena.