a Iñaki Aldekoa se le puede aplicar aquella máxima del poeta: “Confieso que he vivido”. Ha estado en la lucha política desde el año 1958 hasta hace dos años, cuando dejó el grupo Aralar. Lo conocí a finales de los sesenta y tuvo un papel importante en mi desarrollo político. Más tarde nos separamos. Recuerdo una etapa de alejamiento ideológico total, disputas incluidas, que no impidieron que mantuviéramos el contacto personal. Pasados los años, nuestra relación se ha fortalecido. Hombre generoso, me ayudó mucho con sus recuerdos y correcciones a uno de los borradores de Cincuenta semanas y media en Brighton.
Es hombre de sistema, y consecuente a la hora de actuar con lo que en cada momento su racionalidad le exige. Sabe también lo que es sufrir, entre otras cosas, la tortura y la enfermedad. El tiempo ha hecho que sus sonrisas, esporádicas en otro tiempo, se hayan hecho ahora mucho más frecuentes.
Le pregunto por ese acontecimiento que cambió su vida.
-Tengo 19 años y voy a la cárcel, donde paso un año, como miembro de Eusko Gaztedi. Es un cambio de rumbo que va a suponer una mayor implicación política de la que yo había previsto inicialmente.
¿Qué aprende un joven de aquel tiempo en la cárcel?
-Supuso un proceso de maduración. Siempre he sido muy respetuoso para con los mayores. Hasta entonces, pensaba que, por principio, tenían razón. En la cárcel me doy cuenta de que no es así, que podían ser tan mezquinos e ignorantes como nosotros. También conozco a José Antonio Etxebarrieta, que junto a Gabi del Moral tuvieron mucha influencia en mí.
Esas fueron, pues, tus primeras influencias?
-No, la primera fue la de mi padre, trabajador en el molino de casa, carpintero autodidacta y chófer mecánico, que en aquella época significaba ser casi un especialista, que me daría un gran consejo. Siendo aún estudiante, sabiendo que yo estaba comprometido en política, me dijo: “No dejes nunca los estudios. Tienes que terminar la carrera. No dependas nunca económicamente de la política para vivir”. Ese consejo resultaría fundamental. Mi padre tenía también preocupaciones sociales, y leía toda la literatura socialista que caía en sus manos. “En el enfrentamiento, hay que primar siempre el trabajo sobre el capital”, decía. Ha sido importante para mi manera de entender el socialismo. Era cristiano, pero no de ir mucho a misa. Extremadamente crítico con la jerarquía eclesiástica. Supongo que era la consecuencia de lo que había visto en la guerra. Murió de repente, y al saberlo, sentí un mazazo en la cabeza; todo lo que había dentro de mi cuerpo se rompió en trozos, como si fuera de cristal.
Cuando te conozco, llevas la gerencia de una empresa.
-A los treinta años me cae esa responsabilidad. Era un ingeniero sin más formación empresarial que la del último año en la carrera. Juanito Zelaia confió en mí. Aquella experiencia resultó traumática desde el punto de vista personal.
Fue tu doctorado en personas.
-Aprendí mucho. Por una parte, era la consideración del trabajo como algo instrumental, la garantía para poder hacer lo que yo quería: lucha política. Pero fue algo más: perdí la inocencia en lo tocante a las relaciones humanas. La lógica de la ingeniería se llevaba mal con las rencillas personales, y más aún cuando tocaba tomar decisiones difíciles.
Pero también te dio un buen conocimiento de lo que es la empresa, que siempre has defendido. ¿No resulta contradictorio ese concepto de la empresa privada con la ideología dominante de los grupos políticos y sindicales con los que más has trabajado, hostiles por principio hacia la empresa y el sistema que representa?
-Sin duda alguna. El desconocimiento de la izquierda abertzale hacia lo que es la empresa corre pareja con una cierta concepción “mágica” de la política por una parte y “moralista” en lo social por otra, que viene de una comprensión muy elemental del cristianismo, dividida en buenos y malos, a través del “obrerismo neocatólico” de los años sesenta. Siempre he sido un tanto heterodoxo, pero he dicho con claridad lo que yo creía, sea cual fuera el lugar. En Herri Batasuna era claramente minoritario en este aspecto, pero no me callaba. El único que parecía coincidir conmigo era Jon Idígoras. Siempre fui contrario al sufrimiento que se ejercía sobre el empresariado vasco, que significaba un aprovechamiento de tu propia gente. Nunca he compartido esa idea marxista de que la historia es solo la historia de la lucha de clases. En el proceso de la historia hay no solo lucha, sino que, tan importante o más, es la cooperación y la colaboración, a semejanza de lo que ocurre en la evolución biológica con la lucha y la cooperación entre las diferentes especies entre sí. De hecho, los principales saltos evolutivos en la historia de la vida son acuerdos simbióticos entre especies distintas.
Y el ingeniero racional y lógico sufre.
-En lo tocante a la inteligencia emocional he sido siempre un pardillo. He aprendido muy tarde, creyendo que se avanza a través de la razón, pensando que las cosas avanzan con argumentos. Uno se da cuenta de que las personas influyen, para lo bueno y para lo malo. Los condicionantes históricos son importantes, pero el papel de los prejuicios y las emociones de las personas es fundamental. Esa es una lección aprendida muy tarde. A la hora de actuar, hoy no me fío sino de personas. Ni de ideologías, ni de organizaciones, ni de programas. De unas personas me fío y de otras no.
¿Qué significa fiarte de una persona?
-Fallar fallamos todos. Pero que no me estén mintiendo. Es posible que yo haya mentido alguna vez, no me creo ejemplar, pero sí puedo decir que odio la mentira, que es algo contradictorio con lo que creo y con mi manera de actuar. Tiene que haber un mínimo de sinceridad en las personas, un intercambio leal, lejos de motivaciones ocultas. El mentir me repatea.
¿Desengañado?
-Me he vuelto cada vez más escéptico en relación al comportamiento de las personas dentro de los colectivos correspondientes. Entre los mentirosos, los pusilánimes, los trepas y los chapuceros, luego quedan pocos. Tengo sin embargo una gran empatía con lo humano, sobre todo con los débiles. Pero estoy bastante desengañado respecto a la naturaleza humana. Y cuando caigo del higo, tenía ya cincuenta años.
¿Cómo se produjo?
-Es un proceso. El primer desengaño tiene que ver con la sensación que tuve de manipulación de mis sentimientos religiosos por parte de los jesuitas. Luego he hecho ya referencia a la relación con los mayores en la cárcel, así como a las mezquindades en la experiencia de empresa. Pero quizá el ámbito en el que las relaciones humanas han resultado más dañadas, ha sido para mí en el ámbito de la política, por tratarse de relaciones de poder. Uno de los principales sopapos fue lo que ocurrió en Argel, tras las conversaciones entre el Gobierno español y ETA, en el año 1987, al observar su ruptura. Argel marca la cumbre de ETA. Fue su momento y la posibilidad de llegar a un acuerdo con el Gobierno español a través de la intermediación del FLN y el Gobierno argelino. Eso podría haber sido la consagración de ETA. Es verdad que fue una situación difícil, pero resultó duro ver que todo cae por la borda por la falta de capacidad política de parte de la cúpula de ETA. Aquella ruptura tenía poca relación con una lucha armada entendida como táctica, sino que tenía que ver con una concepción profundamente estratégica, de la lucha armada insurreccional. En concreto, poco tenía que ver con lo que yo había podido escuchar a Argala, que fue un hombre que tuvo un cierto impacto en mí, persona muy inquieta, que hablaba poco y escuchaba mucho. Yo nunca había creído en la lucha armada insurreccional, ni en los tiempos de José Antonio Etxebarrieta. Tras lo acontecido en Argel, dejo de fiarme de la capacidad política de ETA. Observo que no son capaces de ver que aquellas circunstancias podrían no volver a repetirse.
¿Algún desengaño más?
-Sí. El principal desengaño ha sido la ruptura de los acuerdos de Lizarra-Garazi, cuando vienen con un argumento infumable, un puro pretexto, volviendo a las andadas, y destruyendo el cielo que creíamos tocar con las manos. En Argel me fiaba de Muguruza, de Etxebeste y de Iruin, y en Lizarra Garazi de Rafa Diez, Arnaldo Otegi y Pernando Barrena. Pero vi que eran otros los que finalmente tomaban las decisiones y de esos otros, que no sé quiénes eran, ya no me fiaba.
Habrás pensado más de una vez si el esfuerzo dedicado a la lucha política ha merecido o no la pena?
-Pues sí, pero cada vez que lo pienso me doy cuenta de que quizá no podía haber hecho otra cosa. Siempre he pensado que no he dedicado el tiempo suficiente a mi familia, y más exactamente a mis hijos, aunque luego he terminado teniendo mucha suerte con ellos. Nunca he querido marcarles una dirección determinada. Lo más importante que he intentado inculcar es que sean autosuficientes, que tengan motor propio para donde quieran ir. Ahora observo que todos ellos han resultado serlo. Pero también diré que, al observar la situación del país cuando yo comencé mi lucha y la comparo con la actual, el avance ha sido extraordinario. En ese sentido me siento satisfecho, aunque el sufrimiento de este país podría haber sido mucho menor.
Has transmitido a los hijos lo mismo que te transmitió tu padre.
-Pues sí. Pero eso no obsta para que, cuando echo la vista atrás, observe demasiada lucha política en mi vida. Pero es lo que ha sido.
Estudios: Ingeniero superior en la Escuela de Ingenieros de Bilbao.
Nacido en Amorebieta, en 1940.
Ha vivido en Bilbao, Iruñea, Isaba, Gasteiz, Santiago de Chile, Cádiz y Etxaguen, y el servicio militar en Donostia.
Fundador de Herri Batasuna y miembro de su Mesa Nacional en varias ocasiones. Abandona los cargos en 1992.
Un lugar fuera de Euskal Herria: Cádiz y Chile en general.
Una afición: los mapas, porque ayudan a entender la geopolítica.
Una frase de Bertrand Rusell: “Lo que me hace temblar es contemplar el cielo estrellado”.