Las democracias robustas y fortalecidas funcionan a base de parámetros de transparencia, integridad y cercanía y la falta de uno o más de estos elementos deja coja la maquinaria democrática y los déficits políticos van mellando el modo equilibrado de participación, agradando la distancia entre ciudadanos y poderes elegidos en las urnas, pero débiles en fuerza de atracción y crecientes en desafecciones ciudadanas.
Los cargos públicos deben evitar el síndrome de la torre de marfil que consiste en subirse al poder, alejarse de la base ciudadana y desatender las preocupaciones diarias de los electores, a quienes apenas ven, subidos al pedestal de la gloria que dificulta gestionar la realidad con habilidad y acierto.
La generosa proximidad que muestran los candidatos en períodos electorales desaparece como por ensalmo una vez conseguido el objetivo del cargo. Este comportamiento mostrenco y estúpido muestra desconocimiento palmario de la filosofía que construye el modelo democrático, en el que la representación es producto del contrato con el personal de base.
Así pues, diputado general y alcalde no deben subirse a la parra y pensar que tienen cuatro años de árnica y gozo mandatario. La comunión entre pueblo/cargo público es básica para que el modelo funcione, la sociedad avance y los problemas se vayan resolviendo con velocidad necesaria a cada caso. El poder no puede ponerse de espaldas a la sociedad con el estúpido decir “mi legitimidad está en las urnas”, sino que debe aprovechar el apoyo ciudadano para estar cerca de los electores, atendiéndoles en sus múltiples y diversas necesidades para un eficaz y eficiente ejercicio de la función social encomendada.
Saber llegar al pulso vivo de la cambiante realidad ciudadana es básico para acertar en la misión encomendada, y para ello los poderes públicos cuentan con equipos de comunicación, necesarios en toda democracia que se precie, que junto a los prescriptores sociales tienen que señalar al responsable el rumbo de la ciudadanía.
Ni Gorka ni Ramiro tienen pintas de aislarse en sus respectivas torres de marfil, pero por si acaso, no deben sentirse maniatados en su cohorte de escribas y levitas, no vaya a ser que con tantos árboles les impidan ver el bosque, y perdida la visión de la realidad, lleguen fracasos y frustraciones. Al loro y ojo con los despistes y desenfoques. Hay que acertar a la primera y si es posible en casi todas los asuntos. A otro asunto.
El pasado jueves finalizó la cuadragésima edición del Festival Internacional de Teatro de nuestra ciudad. Cuarenta años dedicados a cultivar y ofrecer obras teatrales de empaque y tronío en el panorama de la oferta teatral. En la presente ocasión ya acabada, el éxito de público ha sido importante y la calidad, variedad y profesionalidad de las obras ofrecidas en el abono, lo mejor de lo mejor y por ello hay que felicitar al Ayuntamiento en la persona de Marta Monfort, que con su excelente olfato ha ofrecido noches importantes en la historia del festival. La última velada se cerró con la entrega de premios del concurso de relatos cortos para radio, que lleva el nombre de Carlos Pérez Uralde (periodista vitoriano tristemente desaparecido) y que celebró su tercera edición (casi llegaron cien originales).
Radio y teatro siempre se han llevado bien y la palabra dicha puede potenciar el atractivo de la oferta radiofónica. Para terminar, recordarles que la próxima semana, apertura de la 50 edición de Durangoko Azoka, una cita anual que mide la intensidad y creatividad del momento de la cultura vasca librera y musical. Visita obligada a la Feria del Libro y Disco Vascos. Es nuestra cultura.