SIEMPRE he atesorado el ideal de una sociedad libre y democrática, en la que las personas puedan vivir juntas en armonía y con igualdad de oportunidades. Es un ideal para el que he vivido. Es un ideal por el que espero vivir y, si es necesario, es un ideal por el que estoy dispuesto a morir". Con estas palabras, Nelson Mandela terminó su alegato ante el tribunal que lo juzgaba por alta traición. Los siguientes 27 años estuvo en prisión, tiempo en el que se convirtió en un símbolo de libertad y dignidad en el mundo entero. Y ayer, a los 95 años de edad, murió en su hogar, entre los suyos, dejando a su país y a casi todo el planeta un poco más huérfanos de referentes; de gigantes capaces de cambiar todo un mundo con su palabra y su ejemplo.

Nacido el 18 de julio de 1918 en la aldea de Mvezo, Rolihlahla Mandela estaba destinado a convertirse en dirigente tribal del clan real de los Thembu, de la etnia xhosa, pero en lugar de eso dedicó su vida a luchar contra el régimen racista que imperaba en el país. "No puedo precisar en qué momento se produjo mi politización, cuándo supe que dedicaría mi vida a la lucha por la liberación. Ser negro en Sudáfrica supone estar politizado desde el momento de nacer, lo sepa uno o no (...) Su vida viene determinada por las leyes y restricciones racistas que anulan su desarrollo y destrozan su vida", dejó escrito en su autobiografía El largo camino hacia la libertad.

En el colegio, en Qunu, donde pasó su infancia, la profesora le llamó Nelson -"mi nombre inglés, o cristiano", explica-, que utilizó desde entonces. En el libro asegura que "además de la vida (...), lo único que mi padre me dio al nacer fue un nombre, Rolihlahla". En xhosa quiere decir "arrancar una rama de un árbol", pero su significado coloquial se aproxima más a "revoltoso". Ese nombre le marcó desde su nacimiento. Su primer acto de rebeldía fue en el colegio universitario de Fort Hare, de donde fue expulsado por participar en una huelga estudiantil. Y a los 22 años huyó de una boda concertada por su familia y se instaló en Johannesburgo, donde completó sus estudios de Derecho.

Su mentor y amigo Walter Sisulu le abrió las puertas del Congreso Nacional Africano (CNA) -formado en 1912 para luchar por los derechos de la población negra-, al que ingresó en 1942. Un año después, conoció a Anton Lembede, uno de los teóricos más influyentes del nacionalismo negro y fundador de la rama juvenil del CNA, y quedó magnetizado por sus ideas.

La lucha Con 29 años, Mandela se convirtió en el secretario de la Liga Juvenil del CNA, que defendía la representación parlamentaria de todos los sudafricanos, la redistribución de la tierra, así como educación gratuita para todos los niños. Al tiempo que se institucionalizaba el apartheid -a partir de 1948-, el premio Nobel de la Paz fue adquiriendo más relevancia al interior del partido y, en 1952, recorrió el país en el marco de una campaña de desobediencia civil promoviendo la resistencia a las leyes de discriminación. También abrió, junto a Oliver Tambo, el primer despacho de abogados negros para defender a las víctimas de los abusos del régimen blanco.

El año 1960 marcaría un antes y un después en su lucha. Entonces tuvo lugar la Masacre de Sharpsville, en la que las fuerzas de seguridad mataron a 69 ciudadanos negros durante una manifestación contra el apartheid. En los días siguientes, el Gobierno declaró el estado de emergencia y detuvo a unas 12.000 personas, entre ellas Mandela, en una ola de represión que incluyó la ilegalización del CNA. Un año despues, el líder sudafricano decidió orientar el movimiento hacia la lucha armada al frente del grupo La lanza de la nación, que llevó a cabo ataques contra la Policía e instalaciones gubernamentales -sus integrantes, incluido Mandela, recibieron entrenamiento guerrillero en Argelia-.

Por su actividad armada, el líder sudafricano fue condenado en 1964 a cadena perpetua y enviado a la prisión. En la cárcel de Robben Island pasó 18 de los 27 años que estuvo encarcelado. Y, durante años, en medio de una polvareda que dañó sus pulmones para siempre, tuvo que picar piedra. "La cárcel no solo le priva a uno de libertad, también intenta arrebatarle la identidad. Todo el mundo viste el mismo uniforme, come la misma comida y sigue el mismo horario. Es, por definición, el autoritarismo en estado puro en el que no se tolera la independencia o el individualismo. Como hombre y como luchador por la libertad hay que plantar cara a ese intento de despojarle a uno de todo rescoldo de humanidad", escribió en El largo camino hacia la libertad.

Quienes conocieron a Mandela le recuerdan como un hombre extraordinario. Elegante, educado, gran conversador, conciliador, carismático y, sobre todo, humano. En la cárcel aprendió el idioma de sus carceleros blancos, el afrikáans, y se metió a todos en el bolsillo -en 2010 les invitó a la celebración del vigésimo aniversario de su liberación-.

La sanciones económicas y el aislamiento contra el régimen racista crecían, mientras la figura de Mandela se convertía en un icono de lucha por la libertad. En 1990, el presidente sudafricano Frederik Willem de Klerk anunció su liberación. También se eliminaron las leyes de discriminación y el CNA fue nuevamente legalizado. A su salida, Mandela dio un nuevo ejemplo al mundo al renunciar a la venganza y hablar, en cambio, de reconciliación. "El perdón libera el alma, hace desaparecer el miedo. Por eso, el perdón es un arma tan potente", dijo. Convertido en icono mundial, el líder sudafricano comenzó a negociar con un régimen ya exhausto la organización de elecciones universales y democráticas.

En aquellos comicios, en los que al fin pudieron participar todos los sudafricanos, los partidos políticos que obtuvieron más de 10% de los votos ingresaron en el gabinete, encabezado por Mandela, que se convirtió en el primer presidente negro de Sudáfrica. Un año antes, en 1993, recibió el premio Nobel de la Paz. Su liderazgo durante la transición y su papel para afianzar, desde la presidencia, la paz racial le valieron el reconocimiento casi unánime de sus conciudadanos y la admiración de todo el mundo.

Mandela no se aferró al cargo, traspasó el poder a Thabo Mbeki en las siguientes elecciones, aunque nunca dio por concluida su lucha. A partir de entonces se dedicó a promover por el mundo la justicia social, campañas contra el sida y la erradicación de la pobreza. El líder sudafricano, considerado el dirigente más popular de la segunda mitad del siglo XX, era una figura venerada y respetada tanto dentro como fuera de Sudáfrica. Sus compatriotas le llamaban cariñosamente Madiba, la denominación de un título honorífico otorgado por los ancianos de su clan; y Desmond Tutu, otro luchador contra el apartheid, dijo de él que era "un icono mundial de la reconciliación".

La familia Quizás lo que más lamentó en su vida fue haber dejado a su familia en un segundo lugar, por detrás de su lucha por la libertad de su pueblo. En su último libro, Conversaciones conmigo mismo, de 2010, dejó plasmado ese pesar: "A menudo me he preguntado si está justificado que alguien desatienda a su propia familia para luchar con el fin de que otros tengan oportunidades". Esto lo lamentó especialmente tras la muerte de su hijo mayor, Thembekile, fallecido en accidente de tráfico el 13 de julio de 1969, a los 24 años. Diez meses antes había muerto también su madre y el líder sudafricano, encarcelado en Robben Island, no pudo asistir a los funerales.

El expresidente se casó tres veces, la última, a los 80 años, con Graça Machel, incansable defensora de los derechos de la infancia y viuda del presidente mozambiqueño Samora Machel. Tuvo seis hijos, 21 nietos y 12 bisnietos. Su primera esposa fue Evelin Ntoko Mase, de la que se divorció en 1957 tras 14 años de matrimonio y cuatro hijos: dos niñas -una falleció poco después de nacer; la otra es Makaziwe- y dos niños. Su actividad política alejó a Mandela de Evelin, pero le acercó a Winnie Madikizela, su segunda esposa. El matrimonio duró 38 años y tuvo dos hijas, Zenani y Zindziswa -Zinzi-. Considerado el padre de la nación, Mandela no solo deja huérfana a su familia, sino a toda Sudáfrica.