durante décadas, la izquierda patriótica ha insistido machaconamente en que bajo la apariencia de una democracia formal, en España no ha desaparecido el régimen que instauró Franco en 1939. Ha sostenido que la transición no fue tal, sino que consistió en una simple escenificación de cambio de papeles. Y que ese régimen ha mantenido sojuzgada a Euskal Herria, tratando de aplastar las aspiraciones nacionales del "Pueblo Vasco". Sobre ese discurso ha querido justificar el terrorismo de ETA que tanto dolor, miseria moral y destrucción ha producido.

El sistema político español deja mucho que desear, sí: se han cometido asesinatos al amparo de los aparatos de seguridad; se han practicado torturas a detenidos; muchos torturadores han gozado de impunidad y los pocos condenados por ese delito han sido rápidamente indultados; las autoridades han amparado a delincuentes; y en más de una ocasión el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha enmendado la plana a los tribunales y autoridades españolas.

Pero a pesar de esas vulneraciones de principios del estado de derecho, no se sostiene la pretensión de que el español sea un régimen autoritario. Casi ningún sistema democrático saldría impoluto de un escrutinio de sus prácticas. Sin ir más lejos y a modo de ejemplo, Francia atentó en su día contra un barco de Greenpeace, y el Reino Unido ha cometido asesinatos extrajudiciales y lo ha reconocido públicamente. España está, en esos aspectos, unos cuantos escalones por debajo del Reino Unido o de Francia, por citar países con un régimen democrático contrastado y que cuentan con sistemas de libertades casi sin parangón. Pero eso no coloca al sistema político español, ni de lejos, a la altura del régimen de Franco o a la de otros muchos regímenes actuales. De hecho, dudo que nadie prefiriese el de Corea, Arabia Saudí, Uganda o Cuba, y pocos optarían por los formalmente democráticos de Rusia, Turquía, Marruecos o Venezuela, por ejemplo.

En definitiva, en materia de democracia y libertades, hay un gradiente -o escala- que va de la tiranía que caracteriza a países como Corea o Arabia Saudí, a la libertad y democracia propias de los Países Bajos o Dinamarca; es el que va de las sociedades cerradas a las sociedades abiertas, en afortunada expresión de Karl Popper. Y en ese gradiente España está mejor que la mayoría de los casi doscientos estados del mundo.

Durante décadas, ETA buscó denodadamente hacer realidad su discurso falaz. Intentó, mediante la espiral acción-represión-acción y aquella perversa socialización del sufrimiento de tan devastadores efectos, que el estado democrático renunciase a sus principios; quiso que la sociedad española reaccionase cuestionando el sistema de libertades y demandando a las autoridades medidas incompatibles con el mismo. Y obtuvo algunas victorias parciales. La guerra sucia y su relativa aceptación social, la impunidad total o casi total de los torturadores, el cierre de medios de comunicación, la misma ley de partidos -incluso aunque no sea contraria al Convenio de Estrasburgo-, o el endurecimiento del Código Penal, han sido algunas de esas pequeñas victorias de ETA. La doctrina Parot y su aplicación retroactiva -ahora rechazada por la Corte de Estrasburgo- fue otra.

Lo terrible es que ahora, cuando ETA ha sido derrotada, sean precisamente muchas víctimas de sus crímenes las que nieguen esa derrota y lo hagan, en parte, porque desde las trincheras mediáticas de la carcunda política y altas instancias del poder se haya alimentado un discurso falaz e incompatible con los principios del estado de derecho. Lo terrible es que la manifestación de mañana en Madrid es, en el fondo, otra de esas pequeñas victorias.