fue un trágico error. Como tantos otros. Como los miles de muertos que dejan las guerras. Como aquélla, que dejó un rastro particular con los cementerios de un buen número de pueblos alaveses llenos de cruces, como la que, a buen seguro, cubrió la tumba de Cosme Aberásturi, natural de la villa de Arkaia. Éste tuvo mala suerte. Era el 21 de junio de 1813, día de la ya celebérrima Batalla de Vitoria, ahora eje de todo lujo de conmemoraciones en su segundo centenario. Como él, cayeron vecinos de Aberásturi, Arkaia, Elorriaga, Otazu, Salinas de Añana, La Puebla de Arganzón, Agurain, Dulantzi, Crispijana, Zumelzu, Trespuentes, Nanclares, Subijana de Vitoria, Gasteiz... Todos con nombres y apellidos muy de la tierra. Todos sin razones para perecer, salvo la de ser carne de cañón en un conflicto bélico.

Las tropas francesas se batían en retirada buscando una vía alternativa al Camino Real -que seguía el actual itinerario de la A-1 entre Miranda de Ebro y Vitoria y entre ésta y Salinas de Léniz, conexión natural entre la Meseta y Francia- tras haber sufrido los embates victoriosos de las tropas aliadas en las inmediaciones de una capital alavesa que, en aquel entonces, apenas si era un boceto de lo que es hoy. En la vorágine, y a lo ancho de la Llanada, distintos cuerpos del ejército galo trataban de ganar tiempo y un terreno más favorable para asegurar su supervivencia. Sin embargo, Cosme se topó con tropas aliadas. Pensó que no habría ningún problema. Al contrario, luchaban contra las tropas imperiales. No obstante, un soldado portugués le golpeó la cabeza con tal fuerza que le provocó lesiones que acabarían con su vida un mes después. Entonces no existía Osakidetza y las esperanzas médicas consistían en poco más que ungüentos y oraciones al santo o a la virgen adecuados.

El trágico encuentro ocurrió entre las localidades de Arkaia y Otazu. Soldados lusos confundieron a Cosme con los vecinos de Otazu que, previamente, les habían emboscado porque se estaban llevando habas de sus tierras. En su huida, la soldadesca confundió al vecino con uno de sus agresores. Un error sin solución. En las guerras los hay. No hay ni buenos ni malos. Sólo muerte.

La citada historia es real, recopilada por Javier Vegas, colaborador de este diario y autor de Franceses, brigantes y alaveses con todos sus sacramentos, un libro pendiente de publicación y que analiza lo acontecido en la Batalla de Vitoria en el transcurso de una contienda que, probablemente, marcó el camino para que las dos Españas -la liberal y la ultramontana- se siguieran matando durante otros 150 años en carlistadas variadas e, incluso, en la Guerra Civil. El trabajo relata la historia de las gentes que padecieron aquellos hechos. De vecinos, de víctimas, con nombres y apellidos, que no tienen la trascendencia histórica del General Álava o del Duque de Wellington. Pero allí murieron, pasto de la sinrazón de unos y de otros. De balas amigas y de balas enemigas. Una vez en el camposanto, eso da igual. La Historia es para quien la padece.

El clero rural era entonces el único registro fidedigno de los acontecimientos sociales de cada localidad. También era quien tutelaba almas y costumbres y quien guiaba a rebaños. Literal. En los registros parroquiales desde 1808 hasta 1813 quedan reflejados los fallecimientos, bodas, entierros y nacimientos de la época y, por ende, vislumbran con detalle cómo vivieron y padecieron los alaveses aquellas circunstancias, cómo asumieron la presencia de tropas extranjeras y cómo quedó el territorio tras la contienda. Vegas ha estudiado esos documentos. De ahí la publicación. De ahí las historias de quienes no tienen nombre en la Historia oficial. De ahí unos hechos que sirven para recuperar pinceladas de la vida de antaño, que dan las claves de aquella sociedad. En la zona rural, los púlpitos mandaban. El sistema de protección social incluía enlaces por la vía rápida para evitar viudas y viudos con hijos. Durante la guerra, los jóvenes o estaban en la lucha o huían más rápido, porque buena parte de las víctimas civiles estaba entrada en años. Son detalles.

Los alaveses de a pie sufrieron a sangre y fuego el drama de la guerra. No hacía falta formar parte de las tropas regulares o de las partidas de guerrilleros. Antes de la batalla decisiva, la ocupación dejó un triste reguero. El 9 de octubre de 1808, en Gardea (Llodio) las tropas imperiales mataron a un abuelo y a un padre de la misma familia y a otras dos personas. Las víctimas estaban en el lugar erróneo y en el momento equivocado, dentro de otro de los ejes del terror -junto al Camino Real-, que era el enlace entre la capital alavesa y Bilbao a través de Zuya y Ayala. Entonces, los franceses estaban a la gresca con tropas españolas por el control de la ciudad vizcaína. Quizás, los finalmente asesinados pillaron a los galos en un mal día tras algún revés en la contienda. Una cosa llevó a la otra y los militares decidieron perpetrar la escabechina para saldar cuentas. Precisamente, este parece el motivo que eligió el ejército galo para acabar con la vida del hermano pequeño de José Abecia en la puerta de su casa. El citado era un conocido guerrillero de Markina de Zuia. En Salinas de Añana, otro de los guerrilleros, el conocido como Longa, que tenía fijación por la villa y, fundamentalmente, por su sal, que significaba entonces impuestos y riqueza, tomó la villa en 1813 tras varios intentos. 2.500 guerrilleros contra alrededor de 300 imperiales. Perecieron cuatro vecinos, probablemente, por arcabuces leales al patético Fernando VII.

El listado de muertos civiles tomó fuerza un par de días antes de la Batalla de Vitoria y concluyó al día siguiente. Alguno de los que perecieron por obra y gracia de la providencia, de las balas y de la rabia francesas fueron Gregorio Ibáñez, cirujano de La Puebla de Arganzón. También pereció por causas similares Marcelino, vecino de Subijana. Quizás el más conocido de entre los civiles damnificados por la contienda fue Joseph Hortiz de Zárate, perteneciente a una familia bien de Trespuentes y que fue quien dio la pista a las tropas aliadas -fundamentalmente, inglesas, españolas y portuguesas- para acceder a la Llanada por el puente de su villa, que estaba sin vigilancia. Uno de los primeros cañonazos galos le dejó sin cabeza. También enterraron a sus muertos en localidades como Crispijana y Zumelzu. El día 21 falleció el regidor de Aberásturi, el citado Cosme, o el guía de Dulantzi forzado a serlo en la huida gala a través de la Llanada, Rafael López de Guereñu. En Argómaniz, cayó Benito Ugalde, que dejó viuda a Manuela, con dos hijos y embarazada. Juliana López de Guereñu, Eduardo Fernández Vengoechea, José López de Eguino, Eusthaquio Matheo González de Mendíbil... Pequeños dramas.