Mientras iba andando todo era, básicamente, sencillo. Es lo que tiene andar; su sencillez en la que, como diría John Goodman en el Gran Lebowsky, radica su belleza. Te levantas, te atas los borceguíes, echas un legañazo por la ventana para ver si llueve (en el caso de la cornisa cantábrica no hace falta ni echar el legañazo porque llueve seguro), te pones la mochila al hombro y a zapatear hasta donde llegues. Sin preocuparte de nada más.
Pero el tema de localizar una estación, conseguir llegar a esa estación allende acaba el pueblo porque el lobby de taxistas tiene una fuerza global, enterarte a qué hora sale el tren o el autobús, esperar, montarte en el sitio correcto, tirarte cuatro o cinco horas por carreteras que harían las delicias de cualquier motero, llegar a otra estación, andar cinco o seis kilómetros hasta el centro de la ciudad, localizar un sitio para dormir donde no te engañen demasiado... Todo eso, lleva su trabajo. Más agotador que lo de andar porque además no te pega el aire, se te quita el moreno y haces mala sangre.
Pero así son las cosas. Con lo que no contaba yo era con el enfrentamiento visceral entre griegos y turcos. Ya la entrada en Turquía, a través del río Evros, era como atravesar el telón de acero. Ahí llego la pérdida del pasaporte, su solución y la continuidad del viaje por la Turquía asiática, por los valles de la Anatolia hasta llegar de nuevo al mediterráneo en Antalya.
Y ahí también me llegó la segunda sorpresa turca. Pasar a Chipre y de ahí coger el avión a Tel Aviv podía desembocar con mis huesos delante de un juez chipriota, según me aseguraban desde la embajada en Nicosia, que siempre se ponen muy dramáticos, porque es su papel, pero que en este caso tampoco sería nada de extrañar y menos con el pasaporte provisional que llevo, que supongo que me hará pasar un tiempo extra de estancia en el acogedor aeropuerto internacional de Ben Gurion, en Tel Aviv.
El asunto, básicamente, es que desde Turquía solo se puede viajar a la autodenominada República Turca del Norte de Chipre, solo reconocida por Turquía, y que a todos los efectos es una entrada ilegal para los greco-chipriotas, donde tenía que coger el avión a Tel Aviv. Hasta ahí, todo normal y salvable. Entrar por zona ilegal no me tenía porque proporcionar ningún problema porque al tener pasaporte de la UE podría entrar a la parte griega, salvo catástrofe.
El problema, y el motivo por el que he decidido evitar Chipre y saltar directamente de Turquía a Israel, es que después tenía que coger un avión a Tel Aviv. Y cualquier ser humano que haya viajado a Israel sabe de sobra que los aviones con destino al país hebreo son, con diferencia, los más vigilados del mundo, incluso saltándose toda legalidad internacional en algunos aeropuertos que cuentan con agentes israelíes para el control. Es decir, que sin duda alguna, al tratar de entrar a aquel avión se iba a descubrir que no tenía entrada legal en el país. Vamos. Otro marrón. Y ya, después de 6.021 kilómetros, estoy para pocos marrones con lo que he decidido salir por la tangente, hacer una etapa aérea Antalya-Estambul-Tel Aviv para poder reunirme con la gente de Afagi que me espera ya en Israel y, a partir del jueves, afrontar, otra vez andando, las tres etapas que me lleven a Jerusalén. En eso estamos.