me interesa poco, tirando a nada, lo que opine Benedicto XVI sobre el uso del condón. Si antes le parecía que esos gramos de látex que en buena lógica él sólo debería conocer de oídas eran el pasaporte seguro al infierno y ahora piensa que hay casos en los que su uso puede despacharse con dos avemarías y propósito de enmienda, su santidad sabrá. Y, más allá de la sensación de vergüenza ajena que provoca ver a un supuesto adelantado de la intelectualidad soltando vacuidades como que "en España existe una multiplicidad de culturas encontradas, por ejemplo, entre vascos y catalanes", tampoco me quitan el sueño sus teoremas político-sociales de andar por casa. En cualquier barra de bar se dicen cosas más profundas.
¿De verdad sus palabras pueden cambiar las actitudes y los comportamientos de millones de personas? Tengo mis serias dudas. Habrá, no digo que no, unas cuantas decenas de miles de católicos que sigan sus dictados a pies juntillas. En el pecado -digámoslo así, ya que estamos en el ajo teológico- llevarán la penitencia, por no ser capaces de pensar y actuar por sí mismos. Además, la inmensa mayoría de esos sectarios de la cruz están en el llamado primer mundo. Poco problema hay en que se plastifique o no los bajos un acólito del Opus que de verdad cumpla con el resto de preceptos. Reducir a los cristianos de África a un rebaño de ignorantes que hacen lo que les dicen que Dios manda es de un paternalismo y un redentorismo que gana por tres traineras al del Vaticano. El drama del sida en aquel continente tiene más que ver, me temo, con los gobiernos locales y esa comunidad internacional que se lava la conciencia con Gior. Un poco de pasta basta. La curia oficial, como casi siempre, enfanga más el terreno con sus proclamas medievales, pero es demasido simplista culparla de todo lo que ocurre.
Cosa curiosa, esta última idea se la he copiado casi literalmente a un hombre de iglesia nada bien visto por la jerarquía vaticanera: Jon Sobrino. Le decía anteayer el portugalujo en este mismo periódico que él también se enfada por las arbitrariedades del poder eclesial, pero que siempre le da la vuelta a las noticias.
Por ejemplo, frente a los castigos a Joxe Arregi o José Antonio Pagola, él valoraba antes que nada el hecho de que hubiera religiosos como ellos, dispuestos a introducir el humanismo en la sociedad. Me vale más ese pensamiento que todas las píldoras de doctrina que pueda traer Luz del mundo, el superpromocionado libro del jefe de la ortodoxia.