Después de esta semana política entre el impasse y el frenesí, solo recordar que ese fango del que tanto se ha hablado estos días no es nuevo, tan viejo como eso que ahora llamamos lawfare. Porque dar nombres nuevos a las cosas no las hace nuevas: las fake news son mentiras, y ya está. La diferencia, si acaso, es que hoy tienen herramientas para propalarse a velocidad supersónica. Digo esto por contextualizar un poco. Sin restar gravedad, pero sin caer en ese adanismo al que tan aficionados somos. Al final, hablamos de poder. De poder y no de democracia. Y quizá deberíamos hablar de democracia, esa manoseada y frágil democracia. Deberíamos tener mucho más presente la protección de la separación de poderes, del imperio de la palabra, de la libertad –concepto archimanoseado y pervertido también, por cierto–, de la igualdad y de la justicia. Es exigible que el Gobierno cumpla con su responsabilidad, que no es precisamente la de desplegar tácticas de Risk. Igual que la oposición ha de cumplir con la suya, que no es exigir elecciones cada tres minutos o intentar forzarlas a cualquier precio. Demagogia: “Degeneración de la democracia, consistente en que los políticos, mediante concesiones y halagos a los sentimientos elementales de los ciudadanos, tratan de conseguir o mantener el poder”. El diccionario lo explica perfectamente.