La Semana Santa nos ha devuelto al pueblo para iniciar la temporada y afanadas hemos estado en plantar nuestro semillero de la futura huerta. ¡Qué emoción! Siempre me maravillará la rapidez de la naturaleza que, en apenas unos meses, es capaz de sacar de una ínfima semilla una planta entera, con sus flores y sus frutos, tan ricos que están. Sin embargo, este proceso a mis criaturas les parece eterno. Son capaces de reunir la paciencia suficiente como para tirarse una tarde entera sembrando con ilusión (y sus guantes de jardineras) todas las macetitas. Pero luego se quedan pensativas, cuando les decimos que han de pasar unos días hasta que veamos asomar los brotes. Nos miran como diciendo, vaya negocio… No es que después no sean conscientes de la planta crecida y todo lo demás. Simplemente es que eso de esperar tanto no va con ellas. Entonces les contamos que hay árboles que tienen más años que nosotras mismas, incluso algunos que son tan viejos que se ha podido horadar un túnel en su tronco para que los coches pasen a través de él. Y que, en cambio, hay otras que apenas duran unos días, en los que se esfuerzan por crecer y reproducirse tanto como puedan. Nos preguntan si las plantas hablan y, aunque es evidente que palabras no pronuncian, yo siempre he creído que algo entienden o que, al menos, agradecen los buenos cuidados. Mi abuela les hablaba mucho, a todas las que tenía en el patio. “Bonitas, preciosas, qué alegrías me dais”, les decía. Y yo, pequeña, lejos de creer que a mi abuela le faltaba un hervor, lo tomaba como un gesto de ternura y cariño. Así que, en vista de que los brotes no saldrán ni mañana ni pasado, en casa hemos decidido hablarles así a nuestras futuras plantitas, para que broten a gusto antes de vivir felices en la huerta del pueblo y de regalarnos buenos tomates con los que, sólo de pensarlo, ya me estoy relamiendo...