Para hablar del Estado de Bienestar tenemos que remontarnos a los momentos finales de la Segunda Guerra Mundial. La expresión Welfare State surge en Gran Bretaña (1942) donde se dan las bases para una democracia que cubra las necesidades básicas de una vida digna para todos. A partir de los impuestos de todo ciudadano en edad laboral, nace el derecho universal a una vivienda familiar, a la jubilación y a la sanidad pública. Fue el embrión de muchas otras coberturas y prestaciones.

Contra la cultura del malestar

La cultura del malestar sería el reverso por los efectos del neoliberalismo paralizante, dado que es mucho más que una teoría económica. Nos vendieron la globalización como positiva, y cedimos la soberanía financiera, cuando lo cierto es que la codicia era su principal razón de ser, cada vez en menos manos. Con la liberalización de la economía global descontrolada, el margen de maniobra de gobiernos y poderes públicos es limitado e insuficiente. La consecuencia mundial son las desigualdades en aumento, cuya onda expansiva llega hasta la clase media, a la economía real. El Estado del Bienestar no es la causa de la crisis económica.

No estoy proponiendo el modelo colectivista autoritario (soviético o maoísta) que nunca ha triunfado con la violencia y la falta de libertad. Pero es una falacia obligarnos a elegir entre comunismo y capitalismo, como únicas formas de gobernarse la sociedad. La involución neoliberal a la que me refería se aprecia en la calculada insatisfacción consumista, la obsesión por la acumulación como receta de bienestar, el deterioro de la política… mientras crece la superficialidad en los lazos sociales y familiares en beneficio de la conexión on line. Este ensimismamiento individualista produce malestar y profundiza la angustia social. Espectadores y víctimas a la vez.

Tres son las debilidades que acogotan al bienestar social: la corrupción sistémica, la globalización codiciosa en beneficio de una minoría y la desigualdad creciente. Quizá por ello asistimos a hechos tan paradójicos como la desafección de la sociedad por la clase política, al mismo tiempo que consiente que aprovechados ineptos y corruptos de manual nos representen a todos. Sin embargo, los políticos que trabajan por el bien común –la mayoría– no son reconocidos como tales.

Por supuesto que este asunto concierne a toda la eurozona, lugar privilegiado si comparamos la situación global del planeta. Aun así, la autocomplacencia de la UE en medio de una pérdida de confianza en sus organismos representativos va produciendo un declive (decadencia) del que se aprovecha la extrema derecha. Es el precio de aceptar pasivamente un modelo consumista que no atiende a los peligros de arrasar el planeta. El consumismo es intocable, a pesar de la deuda pública y privada que acumula, imposible de estabilizar ni a medio plazo.

Por algo Gilles Lipovetsky se pregunta si la democracia no se habrá convertido en un bien de consumo como cualquier otro. De hecho, ya percibimos la fragilidad social del modelo neoliberal que ahora se presenta cruel. En primer lugar, con nosotros: mejor es que cada cual se pague sus necesidades, pero al hablar de impuestos, ese dinero lo guardamos para nuestras necesidades. ¿Y quién no lo tenga para sufragarlas? Como si la enfermedad fuese a voluntad y la desprotección estuviera justificada para legalizarla. Y, en segundo lugar, con la inmigración justa teñida por la xenofobia.

La crisis social se ha instalado y amenaza con el Estado del Bienestar pareciéndose al estado del malestar, como ya ocurre en gran parte del planeta. Los logros alcanzados no deben considerarse un privilegio. Es el fruto de muchos años de trabajo y del empeño para que la mayoría viva dignamente desde los acuerdos entre diferentes.

El discurso de la socialdemocracia debe reafirmarse como una buena alternativa al neoliberalismo (y a la exclusión de todo lo privado): frente a la competitividad del mercado, reivindicar la igualdad de oportunidades real como requisito de ejercer la libertad solidaria que lleva al bienestar. El reto está en el difícil equilibrio entre el libre mercado y los servicios universales estatales. O dicho mejor, el reto es evitar la pérdida del bien común al sustituirlo por el bienestar: ¡lo importante es el Estado del Bien Común! que exige derechos ¡y deberes responsables! con una iniciativa privada no capitalista para un Estado solidario fuerte.

No todo vale para salir del estado del malestar. Requiere función pública eficaz y actuación personal ética y comprometida; ocuparnos, cada persona, de los cimientos más que de los edificios vistosos; de generar bondad –desinteresada– a nuestro alrededor para lograr el bien común universal, el Estado del Bien Común que alcance también a tanto inmigrante desprotegido.

Analista