Capítulo 1: El chocolate caliente de los jueves

[Marrón · Tokio]

La persona que me gusta se llama Chocolate.

Bueno, en realidad desconozco su verdadero nombre. Solo yo la llamo así.

Siempre se sienta junto a la esquina de la ventana de la cafetería donde trabajo, el Marble Café.

Hará medio año que viene sola y escoge invariablemente ese mismo lugar para sentarse. Del mismo modo, también siempre le apetece tomar lo mismo.

—Un chocolate caliente, por favor —suele pedirme tras alzar sus ojos brillantes como gotas de agua. Se le mueve la media melena castaña mientras lo dice.

El Marble Café se erige en una esquina de un tranquilo barrio residencial de Tokio. Se trata de un pequeño establecimiento escondido al final de la hilera de grandes cerezos que bordean el río. Al otro lado del puente, hay un sinfín de tiendas, pero a nuestro lado solo hay casas y apenas transita gente. Como no hacemos publicidad y las revistas no nos hacen entrevistas, el negocio sigue adelante gracias a nuestros clientes habituales.

La cafetería tiene tres mesas y una barra con capacidad para cinco personas. Las sillas y las mesas son de madera, y del techo cuelga una lámpara.

El local nunca está lleno, pero tampoco vacío, y yo siempre estoy listo, con el delantal bien apretado, para recibir a los clientes.

La portada de 'Mis tardes en el pequeño café de Tokio'. Elkar

Los jueves es el día en que Chocolate viene a la cafetería.

Aparece por la puerta pasadas las tres de la tarde y se queda en la cafetería unas tres horas. Lee y escribe unas largas cartas en inglés, lee libros —también en inglés— y mira por la ventana. La mayoría de los clientes que vienen por la tarde entre semana son familias con niños o gente mayor, de modo que es poco habitual que una chica joven como Chocolate aparezca por la puerta. No parece que sea una estudiante y tampoco lleva anillo de casada, y diría que debe de ser un poco mayor que yo, que tengo veintitrés.

Por mi parte, no hablo ni una palabra de inglés, y ni siquiera recuerdo cuándo fue la última vez que escribí una carta.

De modo que el hecho de que escriba lo que le sucede y siente en su día a día y lo mande a un país extranjero, y que también reciba respuestas de allí, me parece totalmente de otro mundo. Usa un papel tan fino como el de calcar y unos sobres ribeteados de color azul, blanco y rojo. Que escriba cartas tan largas a mano en la era de la tecnología es un misterio en sí mismo, pero que Chocolate encima use un material tan retro me parece todavía más irreal.

Cuando paso por su lado, observo de reojo su bella caligrafía escrita con pluma estilográfica, y me pregunto qué tipo de hechizos mágicos debe de estar escribiendo.

Me encanta observar a Chocolate mientras escribe. Sus labios esbozan una ligera sonrisa, se le sonrojan las blancas mejillas y, cada vez que parpadea, sus largas pestañas de color marrón oscuro le trazan una sombra bajo los ojos.

En esos momentos, Chocolate jamás me mira, así que yo puedo observarla sin reparos. Me parece que la persona con la que mantiene correspondencia es muy importante para ella, y en mi risueño corazón confluye también una cierta envidia.

La ficha

  • Título: ‘Mis tardes en el pequeño café de Tokio’
  • Autora: Michiko Aoyama
  • Género: Novela
  • Traducción: Marta Morros Serret
  • Editorial: Planeta
  • Páginas: 208

Empecé a trabajar en la cafetería a principios de verano de hace dos años.

Todo se desencadenó en un paseo bajo los frondosos cerezos de la ribera, mientras me preguntaba distraído hasta dónde llegaría aquella hilera de árboles.

En aquel entonces yo no tenía empleo. La cadena de restaurantes para la que había empezado a trabajar al terminar el instituto pasaba por un mal momento económico y me habían despedido. Aquel día salía, como de costumbre, de la oficina de empleo Hello Work sin haber encontrado ningún puesto, con toda la ansiedad y el tiempo libre del mundo. Así que anduve siguiendo el recorrido de los cerezos hasta llegar al final, donde descubrí el Marble Café detrás del espeso follaje. Me sorprendió que allí hubiese una cafetería. Comprobé que llevara algunas monedas en el monedero y, visto que me llegaba para un café, abrí la puerta.

El establecimiento era pequeño, y en su interior se respiraba un ambiente muy relajado. Como no tenía adónde ir, agradecí que hubiese un asiento libre. Aunque era la primera vez que estaba allí, con solo entrar sentí una suerte de alivio, como si hubiese llegado a mi propia casa. Aquel lugar no tenía nada que ver con el ruido y el frenesí que imperaban en los restaurantes de cadena. Deseé trabajar en un sitio como aquel…

Observé la cafetería, y contuve la respiración. En ese preciso instante, un señor estaba colgando un cartel en el que se anunciaba que requerían personal a media jornada. ¡En qué buen momento había llegado! Me senté a la barra con el corazón acelerado.

Después de colgar el cartel, aquel mismo señor me trajo el menú y un vaso de agua. Debía de tener unos cincuenta años. Era menudo, delgado y tenía las facciones relajadas, y un lunar en medio de la frente que me llamó la atención. Miré el menú, de diseño elegante, y tras examinar los precios me dispuse a pedir:

—Un café, por favor.

—Ahora mismo.

El señor del lunar entró en la barra. Gotita a gotita, me hizo un café de sifón, mientras yo lo observaba fijamente.

—Esto… ¿Es usted el jefe?

—Sí. Llámame «maestro». Es que…, ¿sabes?, siempre había soñado con ser maestro cafetero y tener mi propia cafetería.

El maestro me acercó el café desde el otro lado de la barra.

De la taza, hecha de cerámica sin esmaltar, manaba un aroma exquisito. Di un sorbo y un sabor delicado, pero a su vez intenso, se apoderó de mi paladar. Luego me levanté con determinación.

—¿Podría hacerme una entrevista para el puesto? Me gustaría trabajar aquí.

El maestro permaneció en silencio durante unos cinco segundos mientras escrutaba con seriedad mi semblante.

—De acuerdo. A jornada completa —dijo al fin.

Me quedé boquiabierto. No le había dado ni siquiera mi nombre, pero ya me estaba ofreciendo un trabajo a jornada completa en lugar de a tiempo parcial.

—Pero ¿no quiere ver antes mi currículum o mi carné de identidad?

—No es necesario. Me fío de mi intuición. ¿Prefieres un trabajo a media jornada? ¿Te va mal que sea a tiempo completo?

—No es eso…

—En ese caso, ¡no se hable más!

El maestro salió de la barra y despegó el cartel con la oferta de empleo. Y de este modo es como pasé a ser empleado del Marble Café.

—Wataru, voy a estar fuera un tiempo, así que te dejaré al cargo. Al fin y al cabo, eso es lo que tenía pensado hacer. ¡Me alegro de que hayas llegado antes de lo esperado! —me comentó el maestro al rato.

—Pero ¿ser maestro cafetero no era su sueño? —le pregunté poco convencido.

—Ya he conseguido hacer realidad mi sueño. ¡Me encanta soñar! Ahora ¡a por el siguiente! —respondió con embeleso en la mirada.

De aquel día hace ya dos años, y desde entonces llevo el Marble Café yo solo. Por supuesto, sigue estando a nombre del maestro, y yo hago de encargado. Es extraño que te confíen un establecimiento así de improviso, pero las circunstancias fueron tan asombrosas que ni siquiera tuve tiempo de planteármelo. Esta pequeña cafetería no tenía ningún tipo de normativa como las de las cadenas de restaurantes, y lo único que el maestro me enseñó en su momento fue a cerrar la puerta. De modo que fui aprendiendo a realizar mi trabajo mediante el método de ensayo y error, y poco a poco los clientes fueron en aumento. Entre ellos, había una anciana que me trataba como si fuera de su propia familia, y también un padre que a menudo acudía con su hijo al salir del jardín de infancia. El maestro aparecía de vez en cuando con algunos cuadros para la cafetería, que yo solía incluso decorar a mi gusto, y, cual cliente, se sentaba a la barra a leer el periódico deportivo.

Mis propios espacios se reducían a un diminuto apartamento que alquilaba en un segundo piso y la cafetería, pero yo en ese pequeño mundo estaba más que satisfecho. Aunque el apartamento era viejo y estrecho, me gustaba porque tenía una cocina a gas de dos fuegos fácil de usar; pero, sobre todo, mi satisfacción provenía de que estaba encantado con la cafetería. Y porque, además, me había enamorado de una inteligente clienta de cabello castaño. Quizá que alguien se enamore de un cliente suyo no sea lo mejor, pero qué hay de malo en que uno se enamore. Como diría el maestro, ¡me encanta soñar! Yo me dedicaba a amarla únicamente en silencio, sin más. Y eso bastaba para darme fuerzas, para que yo diera lo mejor de mí en, por ejemplo…, prepararle el chocolate caliente más exquisito del mundo todos los jueves. Eso era todo.

SOBRE LA AUTORA

Michiko Aoyama estudió Periodismo y trabajó varios años como corresponsal en Sídney. De regreso a Japón, fue editora de una revista hasta que decidió dedicarse por completo a la escritura. Su novela La biblioteca de los nuevos comienzos fue finalista del Premio de los Libreros en su país y ha sido traducida a más de treinta idiomas, con más de dos millones de ejemplares vendidos. Convertida en una de las autoras más reconocidas de la literatura japonesa contemporánea, ha conquistado a lectores en países como Estados Unidos, Reino Unido, Italia y Alemania. Ahora, con la publicación en español de Mis tardes en el pequeño café de Tokio, reafirma su talento para contar historias entrañables que resuenan en el corazón de los lectores.

Cierto jueves de mediados de julio en que, llegado el fin de la época de lluvias, el cielo lucía radiante, observé, nervioso, que la puerta se abría como de costumbre pasadas las tres.

Sin embargo, aquel día no apareció la Chocolate de siempre. Llevaba el bolso sobre los hombros con pesadez, y parecía alicaída. Había llegado en mal momento, porque su asiento preferido estaba ocupado por otra clienta: una mujer que parecía muy lista y que vestía con una camisa estilosa y una falda estrecha. La mujer tenía varios libros sobre la mesa e iba consultando su tableta con asiduidad. Chocolate vio a la mujer y se sentó de espaldas a ella, tras la mesa vacía que había en el centro de la cafetería.

Yo le llevé el agua y el menú y, a pesar de que era un día caluroso de mucho sudar, Chocolate pidió su habitual taza de chocolate caliente. Mientras me lo pedía, me miró por un instante, pero enseguida volvió a postrar la mirada en la mesa. Tras llevarle el chocolate caliente, permaneció también con la cabeza gacha. Aquel día no sacó ningún sobre, pluma ni papel. Se quedó observando el borde de la mesa.

Entonces, me di cuenta. Por su mejilla resbaló una frágil lágrima.

Quise correr hacia ella, pero no podía.

Para Chocolate yo no era más que el botón de una máquina expendedora. Por su apariencia, parecía una chica educada, con buen inglés, que había vivido en el extranjero durante un largo periodo de tiempo, o en varias ocasiones. Era muy probable que la persona con la que se carteaba fuera un amor a distancia, que su mundo fuera totalmente ajeno al mío y que lo único que tuviésemos en común fuese la cafetería.

Sin embargo, en ese instante la tenía a mi alcance y pensé que, si por mí fuera, le habría secado las lágrimas. Quería asirle la mano con suavidad y decirle que todo iba a ir bien.

Sin embargo, tenía claro que aquel milagro no iba a ocurrir. Como tampoco podía saber a ciencia cierta que todo iba a ir bien. El empleado de un café con una clienta habitual. No podía sacarme el delantal, pero si pudiera ayudarla de algún modo… Si pudiera ayudar de algún modo a Chocolate…

¡Plof! ¡Plaf! De repente, a la clienta de la tableta que se encontraba en la silla donde acostumbraba a sentarse Chocolate se le cayeron dos libros al suelo. La mujer suspiró con profundidad, como fatigada, y recogió los libros. Aquel día, ambas parecían estar en apuros.

La mujer echó un vistazo a su reloj de pulsera.

—¡No puede ser! ¡Qué tarde es! —exclamó, y después metió los libros en un bolso negro y se acercó a la caja a todo correr.

Me supo mal por aquella clienta, pero en mi interior pensé: «¡Esta es la mía!».

Preparé la cuenta deprisa y fui a la mesa con la bandeja. Recogí el vaso largo que había contenido un café frío y el del agua a medio beber, el oshibori1 y el envoltorio de la pajita del café. Lo puse todo en la bandeja y limpié la mesa con tanta rapidez que, si existiera, podría haber ganado el «campeonato del orden».

—¡Todo tuyo! —dije con tanta excitación que Chocolate alzó el rostro, estupefacta.

Yo parpadeé ante la idea de que quizá me había excedido, pero quería transmitirle lo que pensaba, así que me armé de valor y añadí:

—Tu asiento… Si te sientas donde te gusta, quizá te anime.

Chocolate abrió todavía más sus grandes ojos, y volvió la cabeza hacia la mesa que acababa de quedarse vacía con expresión de perplejidad.

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Y en ese instante, cual nieve cuando se derrite, sonrió.

—¡Gracias! Quizá sí.