Matt Groening, el genio que dio al mundo Los Simpson, vuelve en las horas bajas de esa familia con (Des)encanto, una nueva serie sobre una rebelde princesa adicta a la cerveza que, junto a otras como BoJack Horseman o Rick y Morty, confirma el buen estado de salud de la animación adulta.
Y es que los dibujos animados dirigidos a un público maduro cuentan con una baza que las producciones de carne y hueso no pueden igualar: solo a través de monigotes se puede hablar de temas escabrosos con cierta distancia, y solo con la animación se puede conseguir hacerlo gracias a mundos fantásticos o alocadas alucinaciones.
Ahora Matt Groening, padre del nuevo boom de series animadas gracias a la canónica Los Simpson, ha dejado Springfield a un lado y ha vuelto a recurrir para (Des)encanto -disponible desde el viernes pasado en Netflix- a un mundo imaginario, como ya explorara en la malograda Futurama, su “ojito derecho” que acabó por cancelarse en varias ocasiones.
La princesa Bean se une al club de protagonistas animados, y se convierte, a través de diez episodios, en una joven a la que le gusta beber cerveza y que quiere ser la dueña de su propio destino en el patriarcal mundo de Utopía, acompañada de su particular diablo y un elfo.
Si algo diferencia esta nueva incursión de Groening en el mundo animado con respecto a sus dos anteriores éxitos, no es, de ningún modo, la estética, parecida a sus otros trabajos, sino la concepción de (Des)encanto como una serie con una trama global. Además, por su puesto, de que el personaje protagonista por primera vez es una mujer.
Los Simpson (1987), South Park (1997), Futurama (1999), Family Guy (1999) y American Dad! (2005), hijos del mismo tiempo, tienen en común, además de su ácido y a veces absurdo humor, que todos sus episodios son autoconclusivos, que no tienen continuación y cada temporada rara vez conecta con tramas o argumentos anteriores.
Maggie Simpson siempre llevará chupete -aunque ya tenga la friolera de 31 años-, Bart siempre estará estancado en el gamberrismo de sus 10 años y Homer, aunque al final de cada episodio aparente haber aprendido alguna lección moral, volverá en el siguiente a ser un “currito” con problemas con la bebida y proclive a armar miles de entuertos.
Quizá esa monotonía y un humor más predecible está consiguiendo que la familia americana por excelencia viva sus momentos más bajos, cada vez menos aclamada por público y crítica, aunque la nueva hornada de producciones está aprendiendo y la tónica general es concebir temporadas con inicio, nudo, desenlace y evolución de los personajes.
alcohólicos animados Valga como ejemplo otro famoso alcohólico animado, BoJack Horseman (Netflix), un actor caballo que era toda una estrella en los años 90 y que ahora, en un cruel y depresivo Los Ángeles, tiene que lidiar con la ausencia de la fama, con sus impulsos autodestructivos y con su peor enemigo, él mismo.
Calificada como la serie “más triste” de la televisión, BoJack Horseman consigue, con su reparto compuesto por humanos y por animales de otras especies, lo que no se podría conseguir con actores reales: hablar de las drogas, de la depresión, del aborto, de la tenencia de armas, del lado oscuro de Hollywood o del machismo con una humanidad que solo pueden dar personajes no humanos.
Algo similar ocurre con Big Mouth (Netflix) y su particular esperpento, el Monstruo de las hormonas. Los adolescentes Nick, Andrew, Jessi y Jay aprenderán sobre su sexualidad de la mano de ese monstruo malhablado e inoportuno que, al final, no representa otra cosa que el delicado paso de la niñez a la edad adulta.
Aunque si una animación se lleva la palma en monstruos y universos alocados, esa es Rick y Morty (Adult Swim), un fenómeno mundial, con un 97% de críticas positivas en la página especializada Rotten Tomatoes.
Rick Sánchez es un genio científico -cómo no, alcohólico y malhablado- que arrastra a su nieto Morty y a toda su familia por innumerables aventuras por todo el espacio y todas las realidades paralelas imaginables, la mayoría de las veces para sus fines propios y no para hacer, precisamente, el bien en una politizada galaxia.
Se trata de una ácida crítica al sistema educativo, a los gobiernos y al racismo, que comparte tiempo con otras producciones como Animals, Archer, Bob’s Burgers o F is for family, a las que ahora se une la princesa Bean para demostrar que los dibujos animados no son cosa de niños.